competir

El mundo laboral se ha vuelto insoportablemente competitivo.

Opinión, Sociedad

¿Por qué estamos siempre compitiendo?

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El hombre compite consigo mismo, con los otros, siempre, hacia nunca, porque de ese modo se da cuenta que vence al tiempo con el otro tiempo, el que corresponde a un lupanar invisible y que ha estudiado en La Sorbona. Ha leído el tiempo a Heidegger y a Levi-Strauss, incluso a Derrida, pero está empleado en una pizzería de Burdeos. El intento de derribar el tiempo del que uno es dominio y esfuerzo se arrebata con el otro tiempo que transita por los arrabales de todo proceso económico. Digamos. Digamos que, para incluir con destreza este afán de derribo y caída libre, nosotros tenemos un ‘Ministerio’ que se titula ‘de Competitividad’

¿Cómo, pues, extraernos a ese mensaje? La com/petición no se realiza en las pistas de atletismo, ni siquiera en los velódromos donde los galgos, que saben el inglés de Philip Roth, persiguen a un tejido insulso procurando llegar a la meta. Pero eso no es competir, sino darle ritmo y música de Bob Dylan a las piernas, a la piel acerada, a los dientes que se giran como bandoneones después del último tango.

La competencia viene cuando queremos demostrar al jefe de una empresa de calzado que podemos realizar más horas que el que tenemos al lado, con su paciencia de jardinero que sólo espera salir del edificio para pasear desde su casa al perro Bussy y, de camino, tomarse una cerveza con los jugadores de rugby. Trabajar debería ser la justificación mínima para poder sortear elegantemente la nómina que se incluye en los bancos. Y nada más. Olvidarse del jefe, de los directivos, de los accionistas, los cuales sólo aspiran a recoger contra más monedas dentro de una bolsa deportiva.

Así, imaginamos, con esta aceleración de los días sublimes de los despachos, estamos construyendo la leyenda del sol contra el sol, una imagen que se agolpa como pasodobles en una verbena de pueblo en nuestro destino que ya no es tal, sino únicamente la elaboración constante de evitar que te invisibilicen la silla donde uno se sitúa frente al ordenador para emitir las continuas corrientes de agua que se declaran en la sintomatología de la Bolsa. Somos puro mercado, no lo olvidemos.

La lectura de Carpentier

Y es éste el que nos descifra dónde debemos crear nuestro mundo sin pisar por mucho tiempo los jardines, los mares, la lectura de Alejo Carpentier, el amor al cual renunciamos por nuestra inversión en los abusivos horarios, el viaje a Wroclaw, el abecedario de los niños, la obra de teatro de Sergi Belbel y tantos veranos juntos que harían capaz la nueva esquematización de un romanticismo y un humanismo que es imprescindible para considerar la vida no como una tarjeta de crédito, sino como la noche que nos cubre con su bóveda verde.

El que compite, nacido desde la raíz pulsadora de los ejercicios de una globalización y de las finanzas incisivas con que el poder desea realimentar a una sociedad que ya está muerta en su muerte del ocaso y del Financial Times, no se está dando cuenta que está sometiendo al otro, a su vez competidor, pero con una fragilidad de escuelas que jamás existieron, a un dolor beduino que sólo lo traslada a la alegoría del llanto y a la desaparición como hombre. Competir es desaparición. La autopista por donde conducen esos hombres borrachos, con sus cláxones de verdulería, con la intención de llegar a la ciudad de Birmingham. La competición nos inventa un mundo oscuro donde sólo resisten los que lamen el falo de las corporaciones.

Pero no hay que lamer, sino gozar, hallarse a sí mismo, incluirse en la vida, retomar todo el tiempo que en realidad nos pertenece; sólo de este modo podremos evitar estudiar un año entero para sacar unas oposiciones a jurista del Estado.

Veamos de nuevo la película española El Método, donde una serie de personajes, encerrados en una sala, se someten a unos test demoníacos para optar a un cargo directivo de una empresa multinacional. Estos personajes, a lo largo de toda la película -que no peli, como dicen los malditos peliculeros (Fernán Gómez)-, se van devorando psicológicamente con el objetivo de alcanzar el puesto que rabiosamente desean. Tomemos este ejemplo. Analicémoslo. Es lo que sucede en la vida real, tan parpadeante como un semáforo de la calle Principal, es lo que ocurre en estos momentos: la devoración culminante de los unos contra los otros. No hay piedad. No existe la amistad, la cubrición de un alma atormentada, el derecho a elegir desde el compromiso con uno mismo, porque uno ya no cuenta, lo que perviven son los demás, a los cuales debes ahogarlos en los mares del Caribe para fortalecer la arrogancia y la megalomanía. Pero la competición no sólo se ejerce en los ejercicios del mercado, sino que es como una onda que se expande en todos los ámbitos de una existencia. La cultura, la ciencia, el miedo, la sombra, los paisajes, la familia, el sindicalismo y la política, todo como una alcancía de centuriones amarillos que sólo aspiran a un fragmento de una obra de teatro: alcanzar el poder.

Todo poder viene derivado de una lucha entre caballos blancos que enajena la humanidad que permanece insólita en todos los alrededores de los barrios, de las calles, de los restaurantes de lujo, del monetarismo urbano, de la liberación de lo que uno pretende ser sin ser absolutamente nada. Pero hay que rellenar la Nada, ese vacío que queda cuando cae el crepúsculo y te llega el sueño en el sofá.

Entonces nos imaginamos que de lo que se trata es de reconstruir nuestro ego para dominarlo y hacernos sentir como armaduras de plata. Para ello, es necesario pisar la dudosa luz del día y atravesar con fulgentes cuchillos a quien se ponga por medio, un turista, un fanático del balompié, un secretario general de un partido político, una niña que ya se pone la falda muy corta para demostrar que es mujer -la competición entre la niña y la mujer-. Estamos intentando continuamente ser siempre más, tener más, poseerlo todo, adivinar los nuevos senos de Olalla. Es de ese modo como empezamos a sentirnos más libres, más héroes, más bellos. Pero ahí radica la contradicción eterna del hombre.

La libertad no reside en la heroicidad ni en el capital, en todo caso, en la aspiración a intentar volar como un albatros que recorre las playas, a levantarse cada mañana y, después del café, ducharse y darse cuenta que lo que realmente te está limpiando el cuerpo es el agua y no la codicia, la ambición, el cielo más alto que se ve cuando el cielo siempre está rozando el asfalto de las calles, las hojas de los árboles, el amor que nunca entretiene, el capó de los taxis.

La luna rota por culpa de la avaricia y el alcohol

Y así nos va. ¿No creen? La luna rota por culpa de la avaricia y el alcohol que queda instalado en los cajones de las oficinas de los bancos. ¿Es esto lo que esperamos? ¿Realmente es necesario amputar las piernas del que te mira con ojos soberbios? No hay más que duro combate. Una lucha que nos conduce, como Los intereses creados de Benavente, hacia la anulación de todo compromiso con la lluvia, la cual ya no cae, porque la hemos reducido a mera metafísica, con las camisas que nos ponemos y que son las que realmente nos gustan, aunque siempre y digo siempre, desde la exigencia de los salones informáticos. Ah, el cambio de traje… y es que vestir bien ya es competir con los que visten mejor. El vestido, la forma, lo adecuado es una voluntad que nada tiene que ver con el espíritu, sino con una manera de estar en el mundo, un mundo que nos transforma y nos arrebata nuestra propia identidad.

La universidad, realísimo proyecto para crear al nuevo hombre, se ha instalado en la precisión de un esfuerzo y una ferocidad en la que los estudiantes constantemente se están apaleando

La universidad, realísimo proyecto para crear al nuevo hombre, se ha instalado en la precisión de un esfuerzo y una ferocidad en la que los estudiantes constantemente se están apaleando, en su acción de alcanzar el cum laude que les permita conseguir el mayor número de monedas en su capitalización de una educación que sólo está encaminada para que los jefes norteamericanos detesten una vez más a Karl Marx, los unos contra los otros, como si condujeran aeronaves como el Spirit o en busca de un Marte abisinio o más bien permanecer para siempre en el Hugh L. Dryden Flight Research Facility, Edwards, en California. Estamos en la conquista de la astronomía, pero los placeres de los lagos o de la carne de Argentina están siendo olvidados por este engranaje que nos cubre y que nos facilita alimentar rencores y amenazas, despidos y regímenes totalitarios.

Toda competencia es totalitarismo. Sólo hemos de preferir curarnos las pústulas con las palabras del zapatero de Talcahuano. Son las siete y media de la mañana. Está sonando el despertador. ¡Adelante! ¡Entremos en los rojos agujeros! Mañana nos quedaremos con la sonrisa idiota de esta ya escrita primavera. Mas veraneemos, que nos lo merecemos. Quevedo dijo con pluma de avestruz: «Por la honra pasan los hombres el mar». ¡Poesía tal!


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Un comentario

  1. Lucia Ramos

    Ni morir
    Ni matar
    Ni amar
    Sólo nos queda «jugar».

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