Voy a contar aquí aquellos recuerdos de juventud que me hicieron reír como una marca de tabaco, Lucky, por ejemplo, que es lo que fumaba Lorca
El Lucky era mi forma de entender, en aquellos años en que a los dieciséis años leí La madre, de Gorki, un comunismo que me venía de los barrios pobres en que yo vivía. La pobreza se ancheaba entre el boeuf bourguignon que nunca comíamos, pues sólo tocábamos las puertas de un caldo de gallina y los regalices del hombre del carrito de los chicles, que se detenía todos los días en aquellas calles de humo y de motocicletas Ducati donde llevábamos a nuestras novias. El comunismo, como una materia en donde se dilucidaba el sincretismo de las hadas -mis hadas, que eran todas las madres-, me venía de aquellas lecturas de Proudhom, de Robert Owen, la vida de Mao Zedong, Kropotkin, Sylvain Maréchal… Y todo eso posibilitaba mi historia en la vida, una historia que yo creía que era sólo mía, entre los libros de matemáticas y los bocadillos de sobrasada de los patios. Yo, sí, doncella de un único número, tenía mi historia organizada al través de las grandes revoluciones. Mi ejemplo teórico se basaba en un siglo XIX donde se procuró combatir el monetarismo y los regímenes totalitarios desde una dialéctica y un obrerismo que, sin mentir, adquirió sus muslos de violencia. Yo no necesitaba la violencia para cambiar el mundo, pero escuchaba por la radio las canciones de los Beatles y de Pink Floyd y dormía despierto en un sueño de nueva creación y de cabelleras tan largas como los mapas africanos. Mi adolescencia fue un trago de aguardiente donde descubrí, por culpa de la lluvia en una mañana de invierno, sábado, a Arthur Rimbaud.
Yo necesitaba ser Rimbaud
Yo necesitaba ser Rimbaud para enfrentarme a las vocales que, para mí, todavía no tenían su color, pues mi barrio se deslizaba entre la oscuridad y los partidos de fútbol. Mi futbolismo erradicaba en una actitud romántica desde donde presenciar la belleza como un barco ebrio y fue precisamente la embriaguez la que calmó mi furia de doncella proscrita. Esa proscripción anulaba todo contacto con la realidad en la que me había instalado y a la cual no encontraba por ninguna parte sino era a través del hachís y la ginebra. Ginebra estaba muy lejos, tal cual en medio de Europa, pero nosotros, los de entonces, no éramos europeos, en todo caso, una canción lenta de Julio Iglesias que aminoraba las reformas de un mundo que me ocasionaba verdaderamente asco. Esta asquerosidad mía, vislumbrada a partir de un repaso de todos aquellos siglos en los que lo teológico y lo autárquico se interfusionaban como una batalla de hebreos y cananeos, tendía a agudizarse por el constante fracaso de las experiencias amorosas.
La limonada gratis no fructificó
Yo, como digo, domiciliaba un romanticismo que había leído en Shelley y en Novalis, pero que no palpaba raíces desde las cuales pudiera contemplar las tormentas a la manera de una melodía de Mahler. La música clásica, aparte del pop que comento, me publicaba todas esas células sonoras y todos esos convoyes estéticos en donde yo me estaba realizando. Isabel no me amaba en el colegio, a pesar de que siempre le invitaba a limonada y a pesar de que siempre, cuando don Pablo estornudaba y sacaba el pañuelo, le susurraba los resultados de las ecuaciones matemáticas. Isabel iba aprobando los cursos porque don Pablo estornudaba demasiado, pero sus ojos, tan puros como los versos de Bécquer y como un puente de Paris, no aprehendían mis ojos, tan débiles y tan lejos de Montevideo.
Ése mi amor por la niña mala -con el tiempo leería a Vargas Llosa- se consumía entre la revolución y los cigarrillos de Rimbaud, en un hachichins de geometrías y falsas verdades. Mi verdad se sostenía entre la dispersión y la falta de voluntad, pues nunca fui capaz -siempre he sido un cobarde, como los ingleses- de declarar el amor, que me estaba forzando a permanecer en el desarraigo, a aquella joven que ya tenía los pechos como una modelo estadounidense.
Las películas, en el cine Odeón, me espumeaban hacia la búsqueda de una belleza que sólo hallaba en Isabel, pero que no perpetraba en esa colisión de planetas metafísicos a la que yo aspiraba. Quizá yo fuera demasiado metafísico, excesivamente rondante por una intelectualidad que me proveía de una heroicidad que en el fondo me vulgarizaba, como un Raimbat d’Arenga en un trovar clus que jamás conseguía nada: ni amar ni vivir ni gozar ni alejarme de lo que entonces era mi constante obsesión: morir, y que se destruía a sí misma desde la mera utilización del lenguaje. Yo, con el tiempo, me he ido dando cuenta, utilizaba para amar un idioma que se salía del amor, pues para amar son necesarias las palabras sencillas, monótonas, diurnas, como pedacitos de pan. Y se daba el caso de que yo siempre le hablaba a Isabel de Gorki y del socialismo utópico. De este modo, mis emociones escondidas en los escotillones que me provocaba el humo de los cigarrillos Lucky propinaron que la leyenda se metamorfoseara en una herida brutal de la cual jamás he podido escapar. Isabel se enamoró de mi mejor amigo, Juan Vasco, quien nunca la invitaba a limonada, pero sí fue el primero que se atrevió a tocarle los muslos.
El leninismo, en su versión marxista, depuraba contratos y derechos internacionales desde la violencia y desde el espantoso reducto de la atomización
Fue a partir de ahí, con mi corazón asolado y vestido a la manera wertheriana, como decidí no amar nunca más y sólo dedicarme a la revolución, como un modo de infligirme dolor, más dolor, siempre el dolor, en un tiempo en que los misiles soviéticos amenazaban a Kennedy desde bahía Cochinos. Entonces comprendí que el leninismo, en su versión marxista, depuraba contratos y derechos internacionales desde la violencia y desde el espantoso reducto de la atomización. De repente, un día, asomado a la televisión donde emitían una película de José Luis López Vázquez, comprendí que la vida supuraba solamente comedia, una comedia de risa o llantos, qué más da. Y fue, a partir de ahí, donde decidí no acudir a la universidad y recorrer el mundo con una compañía de circo que anunciaba payasos y leones. Yo fui otro payaso más. Y no me arrepiento de haberlo hecho.
Una lánguida historia que no termina de ver la realidad. Una nebulosa obsesión del pasado y sus personajes te arrastra hasta el final.
Bajar sangre por mis muslos,
hinchárseme las mamas…
le puedo asegurar a todo hombre,
que no deja un ápice de quietud.
En cambio… sentir lleno
mi espacio vacio, eso sí, eso …
que no tiene nombre, me llevó
a mí , a mi plenitud.
Atentamente, nunca fui Isabel.