Recuerdo que era domingo, porque estaban echando el capítulo de ‘Ulises 31’. Cuando acabó, mi hermano me cogió de la mano y me llevó al Cine Emperador de Huelva (uno de los muchos cines, al margen de esos engendros que inventaron años después denominados centros comerciales, que ya son historia) para ver una película
Eran las Navidades de 1982. Aunque ya había visto El imperio contraataca en 1980, se presentaba ante mí la posibilidad de ver una película protagonizada por un niño un poco mayor que yo, que se hacía amigo de un ser de otro planeta. Era una de mis primeras veces en la sala oscura ante la pantalla grande. Yo estaba a punto de cumplir siete años y, definitivamente, me enamoré de Spielberg y del séptimo arte en aquella sesión continua (el primer pase lo vimos en el gallinero y el segundo, en el patio de butacas) de E. T., el extraterrestre, estrenada en España el 6 de diciembre de 1982.
Basada en una idea que barruntaba Spielberg después de rodar la también mítica En busca del arca perdida sobre el divorcio de sus padres, este filme de varias lecturas no deja a nadie indiferente, porque toca temas profundos, casi existencialistas: la adaptación a un medio hostil; la amistad y sus obstáculos; la molesta tendencia del ser humano a rechazar lo diferente; las reminiscencias del nazismo con esos militares vestidos con trajes pandémicos que quieren experimentar con E. T.; el amor y la pérdida; la incomunicación…
El diseño del extraterrestre recayó en manos de Carlo Rambaldi, quien ideó un ser bajito, rechoncho y feo, pero con algunas características básicas como para granjearse el favor del público (principalmente, unos ojos grandes y expresivos).
Spielberg nunca quiso hacer una segunda parte de E. T., porque le quedó una película redonda, por momentos ciencia ficción oscura, pero también peli de colegas (esa escena cumbre de la subida a los cielos de Elliot, su hermano y el resto de teenagers), family movie (con su punto de comedia de situación cuando el ser de otro planeta descubre la televisión y la cerveza y es travestido por la más pequeña de la casa, Gertie, una jovencísima Drew Barrymore) y filme de aventuras. También fue pionera en su defensa del medio ambiente (la sola presencia de E. T., extraterrestre botánico, hace que las plantas florezcan).
Frases como «teléfono, mi casa» se decían en la calle, por supuesto, señalando al cielo con el dedo. Ese era el poder de Spielberg en aquellos maravillosos años, el rey Midas de Hollywood, el hacedor de otros iconos del cine como Indiana Jones, Parque Jurásico o Tiburón, pero también de otro tipo de cine, más de auteur, con ejemplos inolvidables y oscarizados como Salvar al soldado Ryan o La lista de Schindler.
Porque el hijo predilecto de Cincinnati (Ohio) siempre fue un maestro en aunar su carácter indie (tan marcado en su ópera prima, El diablo sobre ruedas) con un envoltorio comercial excepcional, rodeado de excelentes profesionales como la guionista Melissa Mathison, el productor George Lucas (sí, el de Star Wars), el director de fotografía Janusz Kaminski o el maestro de maestros de las bandas sonoras John Williams. Y con repartos de campanillas, sacando lo mejor de auténticos monstruos de la interpretación como Robert Shaw, Richard Dreyfuss, Harrison Ford, Tom Hanks, Liam Neeson, Sam Neill, Daniel Day Lewis, Kate Capshaw (se casó con ella tras Indiana Jones y el templo maldito), Meryl Streep o Ariana DeBose.
Pero volvamos a E. T. Que no resulte demasiado almibarada se debe al ritmo que Spielberg imprime a la película y a la mezcla de humor y tristeza que contiene el guión de Melissa Mathison, junto con la voz tabaquil de Pat Welsh. Acertar con la característica voz del extraterrestre fue un arduo trabajo tanto para Spielberg como para Benn Burtt, el artista de efectos de sonido. Fueron varias personas las que intervinieron, incluido el propio director. Aunque todos los créditos se los lleva la actriz de telenovelas Pat Welsh. ¿Su rasgo principal? Se fumaba dos paquetes de tabaco al día que le dotaban de una voz áspera y rasgada.
Esa fanfarria de John Williams, ese sinfonismo hollywoodiense recuperado para el disfrute de las nuevas generaciones, esa frase eterna… «Estaré aquí mismo». Todos quisiéramos planear entre las estrellas con nuestro mejor amigo, el vuelo máximo de nuestra imaginación, el celuloide encapsulado para ser degustado por siempre, el arte y el sentimiento logrando la enésima pirueta, el salto mortal hacia la aclamación popular.
Ese dedo iluminado de nuestro amigo de otro planeta representa una llamada de auxilio que no pasa de moda, porque sigue habiendo inadaptados, gente oprimida que necesita la integración con urgencia. Ese dedo señala a las vallas de Ceuta y Melilla y a los cientos de miles de personas en el mundo que viven en la extrema pobreza. Ese dedo reclama la atención sobre las familias españolas que se encuentran bajo el yugo de la pobreza y la enfermedad, que suelen ir de la mano. El amigo de Elliot representa la superación, el salto de una valla imaginaria para unir culturas muy lejanas, el latido de un corazón unido que puede volatilizar los prejuicios. Si unos niños arriesgan su vida por un extraterrestre, hay esperanza.
En definitiva, Spielberg nos hace felices cada vez que se pone detrás de una cámara, con esa pasión por contar historias a corazón abierto, alumbrando a ese niño que llevamos dentro con la luz de la luna llena.
Precioso! Me encanta. Muy original lo de ese dedo iluminado que señala las injusticias. Un artículo mágico que hace recordar con cariño y melancolía la niñez.
De vacios encuentros
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Hogar, casa o morada
EtErno~ enTrañable ~ tiErno
E.T.E