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mascaras 02

Dos máscaras chinas.

Opinión

La ‘mascarización’ en tiempos de pasarelas tiranas

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Todos nos ponemos una máscara de Francesco Ficoroni cuando salimos de los cines

Es nuestra manera de actuar ante el desdoblamiento permanente que encauza nuestra cualidad de hombres inseguros. La máscara es el otro que somos, pero esa otredad viene acusada por la ausencia de atrevimiento de enfrentarnos a nosotros mismos. La máscara, como un pensamiento borrachito de anís, interfiere en la prolongación de la virtud, asignatura que todavía no hemos aprobado en la Universidad de Princeton, pues nos hemos acostumbrado al fingimiento como una manera de establecer el ego en aquellos lugares donde se convocan los premios a la elocuencia, a la construcción del mito, nuestro propio mito, a la acción como motor de las edades que queremos tener, pero en verdad son mínimas porque no son nuestras, sino de los otros, los que nos miran, nos evalúan, nos comentan, nos besan o nos odian.

Somos -créanme o no me crean que a mí plin- apariencias entre las sombras que se divisaban en la cueva de Platón. Todavía no hemos aprendido a comprarnos los zapatos que nos sirvan para incurrir en el paseo de la ciudad que se formalice como el paseo que nos debe la realidad, la pureza, el contacto de nuestra piel con la piel en que residimos, y no la carne que alimentamos con aires de grandeza, como si quisiéramos ser más altos que los edificios modernistas.

Nuestra modernidad consiste en el falseamiento de nuestro propio contorno, ése con el cual respiramos y vivimos en la vivienda que verdaderamente nos pertenece. Acudimos al whisky y a los fármacos activadores para presentarnos en las salas de baile como el superhombre que mal entendimos después de leer a Nietzsche. Deseamos, con toda la energía que gasta una central eléctrica, ser dos en vez de uno, porque uno no se oye, no se precisa, no se diluye en la belleza que desprende todo paisaje pintado por el romanticismo. No creemos en Géricault, sino que tendemos más bien a la abstracción, a deformar la norma, a incumplir con todas las tarifas de los taxis que nos conducen hasta los límites de la Tierra.

La máscara como consumo del idioma

Lo queremos todo: la ciudad en su desdoblamiento, la lujuria, el arma homicida, la música comercial de las radios, la empatía, las palabras desbordantes, la negación de la muerte, el viaje que nos lleva a países donde la máscara es utilizada como consumo del idioma y de una difusa obra de arte. ¿Qué más podemos hacer para seguir convocando la mentira como elemento de noticias que perdura en el mate de Buenos Aires? Doble nacionalidad.

La máscara. Siempre la máscara. Porque no somos capaces de crear al hombre concreto que somos, porque queremos ser todos los hombres en una sola jugada de ajedrez, porque nos asustamos ante la llegada de las tormentas y nos reímos de los cómicos, de los eremitas, de los monjes del Tíbet. Toda comedia comienza cuando nos levantamos a las ocho de la mañana y ponemos el televisor para atender a los informativos. Estamos al tanto de todo. Sabemos lo que realmente ocurre en el mundo. Nos convertimos en piezas que encajan con el palíndromo de una cultura que procuramos convertir en otra. Pero. Pero la cultura es única, intransferible, africana, dulce de panadería.

Atisbamos, pues, que el cambio es necesario para asimilar un tiempo que obligamos a que vaya más rápido para llegar antes al Congreso de Medicina Nuclear; sin embargo, en las salas donde departimos con premios nobeles. Ya no somos nosotros, sino la mendacidad con que creemos valorarnos, con que pensamos que nuestra inteligencia es sublime, original, pero mientras tanto sigue sonando la orquesta del Titanic y el mar nos engulle porque hemos perdido toda noción de cómo se realiza la natación. Tiempo difuminado en los gestos que imitamos de Marlon Brando, muecas estudiadas para seducir a mujeres en los restaurantes donde se sirve la comida del Air Force One.

No se engañen ustedes. Nos pintamos los ojos para semejar un monte que cumple dos milenios. Es nuestra pretensión alcanzar el ritmo del bebop antes de conocer certeramente lo que era la generación beat. Llevamos un cigarrillo en la boca para que Sam vuelva a tocarla otra vez. Y seguimos tropezándonos con el kilómetro cero, donde todo empieza terminando al instante.

Es el mascarón. El mascarón el que decide al economista ser traductor, al político ser juglar, al taxidermista ser cascabel, al vicepresidente de la Comisión Europea ser Enrique VIII, al capitán de barco ser Lisístrata, al poeta no ser nada, a la prostituta ser cocaína, a las iglesias ser muelles sin delantales. Y así vamos, interfiriendo nuestra identidad por el cúmulo de ciudadanos que contempla las sirenas de los trasatlánticos. Cruzamos de este modo todos los mares que se han quedado sin agua y todas las tierras que se han quedado sin fósiles de la Prehistoria. Por una impulsividad neurótica -no me lo nieguen, necios con bellotas-, acudimos a los masajistas para que cubran nuestros cuerpos con lupas ultramodernas, pero no nos estamos dando cuenta que la modernidad sólo llegará cuando el hombre sólo sea uno mismo, con su café preciso de la mañana y su camisa única que pertenezca al hombre que es, no al que quiere ser, porque ése no existe, ha desaparecido tras la bruma de las vanidades. Tom Wolfe escribió La hoguera de las vanidades, pero ya ese libro no lo lee nadie, preferimos las novelas premiaditas por esos corruptos grandes premios literarios, porque ahí sí que reside la armadura con que nos disfrazamos y una valentía ante el monstruo que sin percatarnos nos va haciendo más débiles.

Buenos días, tristeza. ¿Y qué? Soportemos la tristeza y cubrámonos con una manta la cabeza. Mañana será otro día y regresará el nombre con el cual nos han bautizado. No queremos soportar el dolor, porque el dolor es algo vivo, punzante, nervioso, multitudinario. Por ello, deseamos, como una fábula de La Fontaine, inventarnos una prosa que reduzca la verdad y la objetividad que reside en cada una de nuestras horas. Ser médico en vez de funcionario, ser tigre antes que hoja, cambiar la covid por la flor del azafrán, descubrir El Cairo con las maletas de 1910. Toda una farsa que nos envía directamente a las habitaciones blindadas, pues se presupone que es ahí donde se ejercita la contemplación de los espejos, los cuales nos ofrecen la visión distorsionada en la que queremos incluirnos, como si fuéramos modelos caminando con nuestro cuerpo novelado por las pasarelas por donde desfilan Eva Longoria o Valeria Mazza, fotografiadas en su culminación de la estilística y de la ropa interior en Harper’s Bazaar.

Nuestro modelismo, que reivindicamos como una opción para transitar por todo lo que aparece por los medios de comunicación, nos empuja a una imagen que no es real, sino figurada, imaginada, despertadora, con el tontusco objetivo de ofrecer al mundo lo que nosotros no somos, sino lo que queremos que seamos. La máscara invita a la imitación y esa redundancia de nuestras musculaturas nos desvían del paisaje interior en el que consistimos. El modelismo es la advertencia de que estamos perdiendo la integridad de una lectura personal y auténtica que queda esperpentizada por el teatrillo que configuramos como una manera de irracionalismo, pues la vida se traslada a otra vida, la que nos emplaza hacia un destino que, ya de por sí, está difuminado en su inacción.

No queremos que nos vean llorar, pues, de ese modo, presumimos que nos acosa la debilidad y el fracaso

Lo que precisamos -lo que yo creo que es preciso-, como un diminuto banquete de todos los minutos en que ejercemos como el otro, es la acción, el movimiento, la dramaturgia de las noches en que ocultamos nuestro llanto, pero el llanto es necesario para recomponer esta inmensa tragedia que resulta del vivir. No queremos que nos vean llorar, pues de ese modo presumimos que nos acosa la debilidad y el fracaso. Y eso, ay, ay, ay, es caprichosamente inaceptable, pues de ese modo nos deslizamos por el acueducto del personaje, pero nunca del hombre en su asiduidad del drama. Descartamos toda tendencia dramática, porque tenemos miedo al tiempo, a los días en que la naturaleza nos está avisando que sólo somos ella misma, naturaleza, pan y las moradas del cielo.

Este telurismo, aprendido en las escuelas privadas y en la ebriedad de nuestra juventud, oculta el verdadero funcionamiento de las farmacias, del platonismo, de una cultura que permanece escondida durante el traslado que realizamos de los muebles cuando cambiamos de casa. No estamos nunca a gusto con lo que tenemos, nos desviamos hacia la oferta y la demanda que observamos en las vallas publicitarias y concedemos a nuestro honor la pérdida de la honra tan descrita en las comedias del siglo XVII. Por fin, como una última sesión de sauna, descendemos a los infiernos como si Mefistófeles viajara en un narrow-body aircraft. Nosotros somos nuestros propios infiernos. Sartre jamás tuvo razón. Sartre jamás usó la máscara al despreciar el Premio Nobel que los suecos le concedieron. Eso sí que es pasearse por la pasarela del orgullo gay o por entre la sexualidad de Simone de Beauvoir, quien tintó lo que sigue: una mujer libre es justo lo contrario a una mujer fácil.


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Un comentario

  1. Lucia Ramos

    Con el rostro cubierto
    Contemplo a «La Virgen desnuda»
    Bella es la muerte
    Cual virtud
    Dime ~ no~ tú.

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