La muerte de Jorge Mario Bergoglio marca el fin de una era de reformas, tensiones internas y un intento radical por devolver a la Iglesia su rostro más evangélico. Su legado, aplaudido por muchos y resistido por no pocos, deja una herencia abierta y un interrogante decisivo sobre qué hará el siguiente papa
El Papa Francisco ha muerto. Y con él, muere también una forma única de habitar el ministerio petrino: con gestos más que con decretos, con silencios elocuentes y palabras que incomodaban tanto como consolaban. A las 7:35 de la mañana del 21 de abril de 2025, Jorge Mario Bergoglio -el primer papa jesuita y latinoamericano- regresó a la casa del Padre. Su fallecimiento cierra un pontificado intenso y mediático, marcado por una voluntad de reforma que removió no sólo estructuras, sino también conciencias.
Desde su elección en 2013, Francisco supo que el problema no era sólo el lenguaje de la Iglesia, sino su credibilidad. Lo dijo en muchas formas y lo vivió en carne propia: «La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción«. Atracción que él encarnó, sobre todo como pastor de los descartados, abriendo puertas donde otros las cerraban y abrazando una humanidad herida a la que no quiso juzgar desde arriba, sino mirar desde abajo.
Pero no todo fue armonía. Francisco fue también el papa de las resistencias. Internas y externas. Sus decisiones dividieron a los católicos y polarizaron a cardenales, obispos, políticos y fieles. Su muerte, en plena Pascua -tras haber saludado apenas ayer a miles de personas en San Pedro- deja a la Iglesia huérfana y al mundo ante una pregunta urgente sobre el futuro. Francisco hizo reformas pero, sobre todo, apuntó hacia dónde ir, a pesar de las dudas que esto representa. No quiso avanzar en algunas de las cosas a cambiar, pero puso a personas para que lo hicieran después de él. Nos ha dejado esta mañana a sus 88 años. No vino a España en todo su pontificado, pero es que tampoco fue a su Argentina natal.
El papa que incomodó a los cómodos
Desde el primer instante, Francisco rompió el protocolo. Se negó a usar la muceta de armiño rojo, pidió simplemente la bendición del pueblo antes de impartir la suya y eligió el nombre del poverello de Asís. En esos gestos ya estaba contenida toda una declaración de intenciones: la Iglesia debía despojarse de lo superfluo para volver a lo esencial. No se trataba de aggiornamento estético, sino de una conversión pastoral y espiritual.
Francisco encarnó el Evangelio en clave de misericordia, pero esa opción tuvo un alto coste: incomodó profundamente a quienes concebían la doctrina como un muro antes que como un puente. Su insistencia en una Iglesia «en salida», «hospital de campaña» y «para los pobres» desestabilizó a sectores que preferían el orden al movimiento. Su opción preferencial por los últimos -migrantes, pobres, enfermos, mujeres maltratadas, personas homosexuales, pueblos originarios- fue saludada como evangélica por muchos y como una traición por otros.
En lo interno, su crítica a la «mundanidad espiritual», al «carrerismo clerical» y a las «estructuras autorreferenciales» lo enfrentó con sectores de la Curia y con obispos influyentes. Francisco no persiguió, no excomulgó, no impuso. Pero su estilo fue, paradójicamente, más revolucionario por lo que toleraba que por lo que condenaba. En lugar de barrer opositores, los expuso a la luz. En vez de imponer, propuso. Y eso, para muchos, fue lo más desconcertante: un papa que no gritaba, pero que cambiaba todo.
Una reforma con sabor a Evangelio
Francisco no fue un papa de papeles. Más allá de encíclicas, exhortaciones y constituciones apostólicas -importantes todas, sin duda-, su reforma fue de estilo, de prioridades, de actitudes. Aun así, no faltaron documentos decisivos: Evangelii Gaudium como carta de navegación; Laudato si‘ como manifiesto ecológico y espiritual; Fratelli tutti como propuesta de fraternidad global. Y, claro, la constitución Praedicate Evangelium, con la que reformó la Curia, no sin resistencias.
Pero más que reorganizar dicasterios, su gran apuesta fue devolver la centralidad a las iglesias locales, reforzar la sinodalidad y poner en el centro de la Iglesia no al poder, sino al pueblo de Dios en camino. Apostó por una Iglesia menos clerical y más corresponsable. Y lo hizo escuchando. Porque si algo lo caracterizó fue su obstinación en escuchar: a los obispos, sí, pero también a las víctimas de abusos, a los pobres, a los pueblos indígenas, a los jóvenes. Escuchar como método pastoral, como forma de gobierno, como actitud evangélica.
Su reforma, como toda reforma evangélica, no fue de triunfos visibles. Porque no cambió estructuras para reforzar el control, sino para liberar energías dormidas. Y eso no se mide en estadísticas, sino en semillas sembradas.
Un líder moral en un mundo fragmentado
Francisco, como los últimos papas, fue, más allá de dirigir la Iglesia católica, una voz profética en un mundo desgarrado. En tiempos de polarización, guerras y colapsos ecológicos, su palabra sonó con autoridad no por imponer, sino por proponer. Desde la periferia del mundo -como él mismo se definía- interpela a los poderosos con una claridad desarmante: «Esta economía mata», «no a la cultura del descarte», «la paz exige desarme».
Como sus antecesores, fue mediador en conflictos históricos -como entre Cuba y Estados Unidos o en el proceso de paz en Colombia- y anfitrión de encuentros imposibles, como la plegaria por la paz con Peres y Abás o el abrazo con el patriarca Kiril en La Habana. A la vez, hizo visible a los invisibles: migrantes, pobres, descartados. Y lo hizo no desde discursos genéricos, sino desde gestos concretos, como cuando llevó a refugiados en su vuelo de regreso desde Lesbos.
Su internacionalismo no fue el de un diplomático frío, sino el de un pastor con corazón universal. Por eso dolió a tantos verlo ausente en la cumbre climática de Dubái en 2023 -donde no pudo asistir por motivos médicos- o en su lucha incansable contra las guerras, como la de Gaza, donde hasta el final pidió un alto el fuego y ayuda humanitaria. Su liderazgo fue siempre ético, no político; moral, no ideológico.
Un legado espiritual que trasciende su tiempo
La muerte de Francisco es el cambio de testigo, el paso a la historia de un testigo del Evangelio que lo transmite al siguiente. No fue un teólogo de escuela ni un estratega eclesial, sino un pastor con «olor a oveja«. Su espiritualidad, profundamente ignaciana, se expresó en gestos cotidianos: vivir en Santa Marta en lugar del palacio papal, comer en el comedor común, cargar su propio maletín. Pero también en decisiones audaces: abrir la puerta a la acogida de parejas en situación irregular (y a la comunión eucarística, que no es premio sino ayuda misericordiosa), llamar a una Iglesia en salida, sinodal, misionera, pobre para los pobres.
A lo largo de sus 12 años como obispo de Roma, escribió cuatro encíclicas, viajó a los rincones más remotos del planeta y puso en marcha una reforma de la Curia que intentó desclericalizar el poder. Fue amado y resistido, como todo profeta. Algunos lo acusaron de ambiguo; otros, de temerario. Pero su coherencia interior le permitió atravesar las tormentas con serenidad evangélica. Y quizá por eso su última Pascua fue la más elocuente: sin voz, sin fuerzas, pero con una sonrisa, saludando desde el papamóvil a un pueblo que lo aclamaba por última vez.
Murió como vivió: con sencillez. En su habitación de Santa Marta, acompañado de sus más cercanos. Quizá un ictus, un derrame cerebral, fue la última gota que colmó el vaso de sus fuerzas, tras semanas de convalecencia por una neumonía. Su cuerpo frágil ya no pudo más. Pero su palabra -esa que tantas veces incomodó, consoló, iluminó- queda. Como su ejemplo.
Herencia viva y desafío futuro
Francisco tenía el cuerpo agotado y lo terminó de agotar él, que quiso ayer estar presente en la plaza de San Pedro y morir con las botas puestas. Ahora vendrá un nuevo cónclave, nuevos equilibrios, nuevas preguntas. Pero su labor de reformador espiritual no se borra, pues él mismo era parte de esa vulnerabilidad del hospital de campaña que es la Iglesia.
Su herencia viva no es fácil de acogerla, pues no se trata de repetir su estilo, sino de encarnar su impulso: volver al centro, que es Cristo, es muy fácil en teoría, pero a la hora de abrir las puertas a la mujer, a los sacerdotes casados, es decir el modo práctico de ensanchar la tienda, no es tan fácil. Es más, todo esto ha provocado polarización incluso entre cardenales y obispos, pero, en una cultura del descarte, él eligió el abrazo; frente al poder, eligió el Evangelio de la misericordia.
Desde su primera encíclica Laudato si’, que sorprendió con la ecología de san Francisco y denunció la lógica destructiva del sistema económico global, hasta la última, Nos amó, su pontificado ha sido un canto a la misericordia, que le ha costado cierta soledad. Basta ver la polémica que causó con la acogida y bendición sacerdotal a las parejas homosexuales.
Muy buen resumen y retrato del Papa Francisco.
No soy teólogo y como católico, Dios me libre de juzgar al Papa Francisco ni a nadie. Creo era un buen hombre y actuó de la forma que creía más correcta, por lo que le deseo lo mejor en la otra vida.
Si bien es verdad que alabo su preocupación por los pobres y su defensa de la caridad. También es cierto que no comparto muchos de sus puntos de vista y actuaciones. Resumiendo y por citar algunos, su postura sobre el cambio climático de origen humano, algo en absoluto demostrado científicamente, y con la Agenda 2030, ambas posiciones generan pobreza. Tampoco me gustó su disculpa a los terroristas musulmanes, en el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo. Nunca entendí su aceptación de los cardenales propuestos por el partido comunista chino, dejando un poco desamparados a los católicos no simpatizantes de ese sistema liberticida. Su defensa del indigenismo, algo que parece ser bueno para los pobres nativos, creo es un error, ya que produce una fragmentación de los países, lo que lleva a economías más débiles y a más pobreza, esa política ya era defendida por la Internacional Comunista, desde los años 30 del pasado siglo. No puedo compartir su inquina contra España, a la que nunca quiso visitar, ni en los centenarios de Teresa de Jesús (Doctora de la Iglesia) y el de Ignacio de Loyola, fundador de la orden a la que él pertenecía. En su entrevista con J. Évole, dijo más o menos, que no venía a España ya que aquí no había libertad y sí fue a la Cuba de los Castro, uno de los países con mayor renta per cápita de América en la primera mitad del siglo XX y hoy un país en ruina y también recibió y bendijo al dictador Maduro, tramposo en las elecciones, un autócrata genocida, que ha empobrecido a la rica Venezuela y obligado a exiliarse a millones de venezolanos, no entiendo bien su concepto de libertad en España, Cuba y Venezuela y tampoco me explico su buen trato con esos dictadores, si le preocupa realmente la pobreza. Para no extenderme, me llama la atención que todos los enemigos de la Iglesia lo valoren en grado sumo, si tus enemigos te alagan, algo no cuadra bien.
Son hechos, no valoraciones, ni interpretaciones.
Que Dios lo tenga en su Santa Gloria y descanse en paz.
Francisco ha sido de los pocos Papas que ha defendido a los pobres, a los desfavorecidos y ha amonestado a los ricos y poderosos, por eso la derecha internacional ha aborrecido a este Papa hasta el final e incluso ciertos grupos del clero ha rezado porque muriese pronto. Esto indica lo podrida que esta esta gente. Espero que que el nuevo Papa vaya en la misma linea de éste, todo depende de la fuerza del sector ultraconservador.