«Despierta, Gordapeo». Una vocecita me saca del sueño y una mano diminuta y fría se posa en mi estómago. Abro un ojo. Hay un polizonte en el barco. Alguien entró en mi cama sin ser invitado
Enfrente, unos ojillos negros y brillantes me observan bajo unos cristales con montura fucsia. Debajo, enormes mofletes flanqueando una boquita preciosa. Todo en ella es chiquitito y perfecto. Su pelo alborotado, porque se acaba de levantar, son sus rizos como espumilla de mar. Y ya tengo que tirar de mí, casi siempre, sin quererlo.
Ella es la que lleva los hilos de mi existencia y la que da sentido a mis rutinas del día. Con ella me siento un poco menos autómata… y consigue que me levante con una sonrisa. Recordando estos despertares, quiero hablarte del poder que tienen los niños.
Cuando llegamos a adultos, nos sentimos agotados y asfixiados. Queremos hacer miles de tareas para cumplir con lo que creemos que se espera de nosotros (ser responsable y eficiente).
Algunas de estas tareas las realizamos por obligación, otras nos las imponemos a nosotros mismos y otras son compromisos que no tenemos ganas de asumir y que nos agotan las pilas, pero que hay que cumplir igualmente.
Nuestra carga, a veces sin que lo queramos nosotros, también la llevan nuestros niños: pagan nuestra frustración ante trabajos agotadores o mal pagados, sienten el cansancio y el mal humor ante las dificultades de conciliar el trabajo y la vida familiar, a veces incluso nos sentimos culpables por tirar de congelados cuando no hay ganas o tiempo, o no haber podido sacarlos a jugar y que les dé un rato el aire porque hay demasiadas cosas que hacer.
Dan ganas de salir corriendo, como Julia Roberts en Novia a la fuga. Entonces, cuando todo parece derrumbarse alrededor, ahí están los niños. Ellos te invitan a crear nuevos mundos, como en la película La vida es bella. No hay nada más deprimente y desagradable que un campo de concentración. Un padre cansado y enfermo es capaz de convertirlo en un parque de diversiones, en un juego en el que tienen que ganar puntos y vencer a los malos. Saca toda su fuerza e imaginación para conseguir el mayor de sus premios: la sonrisa de su hijo.
Llevado a un terreno mucho más amable, puedo decir que, con mi hija, he visto películas y he realizado actividades que no se me hubiera ocurrido hacer a mí sola… He recreado escenarios para sus teatros de colegio: la fábrica de Papá Noel, una biblioteca con libros gigantes de cartón y cactus de tela, un bosque encantado hecho de árboles de Navidad… nos hemos disfrazado de hindúes con pañuelos gigantes, hemos estado en Egipto haciendo papiros, pirámides y momias de papel higiénico.
Nunca había pensado en ver Harry Potter de no ser por ella, y antes no sabía que, detrás de las películas, hay también buena literatura infantil (también leemos los libros).
Dice Francesco Tonucci, un famoso psicopedagogo, que «todos los aprendizajes más importantes de la vida se hacen jugando». A mí las historias de Harry me han servido para que mi hija se interese por la lectura y que no la vea como algo tedioso ni como una obligación, sino como un juego.
Somos dos frikis, ella con capa de Griffindor y yo con varita, que lanzamos hechizos, hacemos pociones y hemos asistido con emoción a una exposición en la que se recreaba el andén 9 y ¾, la sala de pociones del profesor Snape y la batalla final de Harry y su archienemigo Voldemort.
No os voy a decir la frase tan manida de que volví a ser una niña, pero os diré que, en esas ocasiones, me divierto mucho y, a veces, incluso me olvido por un momento de mis problemas.
El sentido del humor de los niños, también nos saca a flote a los adultos: se ríen con cosas muy básicas (caca, culo, pedo, pis) con chistes y cancioncillas que, al final, acabamos asumiendo como parte del patrimonio familiar.
Nos reímos porque son graciosos sin pretenderlo, cuando hablan a media lengua o dicen palabras mal dichas o con las interpretaciones disparatadas que hacen de algunas cosas. También nos reímos de su inocencia, cuando se creen todo lo que les decimos, a veces gigantescos bulos.
Tienen una asertividad positiva que ya la quisiera yo para mí: lo mío es mío, si no me apetece pues no me apetece… aunque con esto último consiguen sacarnos de quicio a los padres en ocasiones.
Es cierto que a veces resulta incómodo ser padre/madre: cuando uno se siente enfermo o está sin fuerzas y sólo quieren jugar… son agotadores. Pero los niños tienen, además, otro poder: nos hacen sentir útiles, hacen que muchas cosas que hacemos por ellos merezcan la pena.
Es difícil explicar con palabras el amor que se siente por los hijos. Un amor tan grande como el mar, infinito y puro, imposible de guardar en una concha.
Desde luego tenemos mucho que aprender de nuestros hijos, de su visión de las cosas, de su felicidad sencilla, de su risa y su cariño sincero e incondicional… El amor de una madre no es comparable a nada: puedes querer mucho a tus padres, a tus hermanos, a tus amigos, a tu pareja … pero como a tus hijos … Imposible . Aunque cuando nazcan se corte el cordón que les unía a nosotras y sigan alejándose cada vez más, durante toda su vida, hasta ya no necesitarnos para nada. Ahí también demostramos nuestro amor por ellos, dejándolos ir, volar libre y llevar las riendas de sus vidas. Lo damos todo por ellos, pero ellos nos lo compensan con creces. Les damos la vida… y ellos nos la dan a nosotros.