Cuenta Heródoto que un faraón, cuyo nombre se perdió de la memoria y que no aparece en las largas listas de Abidos, tuvo muchas dificultades en sus últimos años de reinado. Brotó la anarquía por todo el país, las pandemias llegaron como llega el amanecer, la corrupción de las clases altas vació el tesoro, la sequía fue especialmente pertinaz y el hambre del pueblo crónica
Todo ello puso en serias dudas la existencia misma del Estado, los obreros no tenían qué comer y se sembró la desconfianza real, se fue perdiendo la fe en la naturaleza divina del faraón y la incertidumbre religiosa se adueñó del país, mientras que el norte, el delta, fue ocupado por varias oleadas de pueblos extranjeros que llegaron del mar.
Hasta el gran Copero Real, portador del gran sello, albergaba serias dudas sobre su señor. Nació la conciencia de que hacía falta una revolución que no se producía. El famoso Pacto del Balcón de Hieracómpolis, mientras sacaban en procesión a la madre Isis, entre el visir del faraón y los que guardaban la corona real se produjo en una profunda madrugada. Era una noche arenosa, de las que las fuentes hablan que fue aciaga. Había que cambiar al nomarca del Sur. Habían elegido a dos hombres del antiguo nomo para nombrarlos, pero habían engañado al faraón y la conjura la había descubierto una de las esposas reales.
El nomo del sur era el más poblado. Pero hacía siglos que estaba abandonado de la capital. Se había desvanecido toda esperanza de los hombres. Los almacenes estaban vacíos, saqueados por siglos de dejadez. Hacía 38 largos años que una familia, cuyo sello tenía algo más de 100 años, lo dirigía con mano de hierro, una familia que había pasado de la pobreza a la clase alta y noble, de no poseer nada a poseer tierras hasta donde alcanzaba la vista, las más ricas, en ambas orillas del río. Había pagado con el tesoro real a los braceros para que no se levantaran contra su autoridad. Pero luego fueron juzgados y condenados por ello.
Hacía falta un cambio
Hacía falta un cambio, hacía falta que una generación nueva dirigiera el nomo más rico de todo el país, que lo sacara de la pobreza y del retraso de siglos de abandono y de ignominia. Los candidatos salían de todos lados, hacían publicidad con sus propios recursos, al menos eso vendían. Luego se supo que todo lo usado provenía del tesoro real, que según la ley era del pueblo. Al final decidieron que el cambio lo decidieran los ciudadanos en asamblea.
Y una mañana soleada, más de un mes tras la gran inundación, una vez que había bajado el nivel del río y todos estaban prestos para empezar la siembra, se reunieron delante de la explanada del palacio del nomarca. Allí, subidos en un escenario construido por los carpinteros reales, expusieron sus propuestas, con sus mejores galas, para gobernar el nomo. Unos que venían a repartir trabajo, comida y techo. Otros que eran las clases altas las que debían asumir más gasto público. Y hubo hasta quienes prometieron que nadie, nunca más, pasaría hambre en el nomo.
La votación fue reñida. Las manos alzadas -votaban tanto hombres como mujeres- se contaban varias veces. Ganó la familia que gobernaba en el nomo desde hacía 38 largos años. El peso del poder era aún muy poderoso. Pero las nuevas familias que le apoyaban desde hacía 4 años decidieron pasarse a la oposición y sumar sus votos a los que eran los eternos segundones. Y para sorpresa de todos, los que apoyaban al antiguo régimen se pusieron de su lado. Vieron que entre todos sumaban representantes para poder gobernar el nomo. Así, salió elegido el que el jefe de la tribu de las barbas norteñas había designado a dedo y se convirtió en el nomarca del sur. El gran visir del soberano, presente en la plaza, aprobó la elección en el nombre del faraón y el elegido dio un discurso largo y bastante árido en el que prometió de todo a todos los presentes. Hizo hincapié en que quería que se le conociera como Llamadme Sinuhé.
‘Llamadme Sinuhé’
Llamadme Sinuhé eligió a los consejeros que debían estar a su lado en el gobierno del viejo y pobre nomo. Era la época en que regía el gobierno paritario. Y así, eligió a hombres y mujeres de su propia tribu y ofreció a la tribu que lo apoyó y que originariamente era de la desembocadura, del delta, varios puestos a su lado por la lealtad demostrada. Y así nombró a 11 personas como sus consejeros. Sus primeras palabras el día de su juramento como nomarca a sus consejeros fueron, según consta en los templos: «Hemos venido a heredar el régimen. Por ello, pronto empezó a gobernar con los mismos tics que a los que sucedía. Entendió que estos habían construido un régimen propio más allá de la capital del nomo que gobernaban en su propio beneficio. Y aquello lo atrajo profundamente».
Luego empezaron los repartos de cargos, palacios y títulos. Que para eso habían venido. Incluso se repartieron nominalmente los esclavos que iban a estar a su servicio. Mantuvieron a todos los funcionarios heredados en sus puestos. Nada cambiaba para que todo siguiera igual, era su consigna. El no cambio era el esquema que habían implantado. Incluso tomaron dinero del tesoro para pagar generosamente a las alcahuetas para que vendieran su gestión por las calles, por las plazas, por las tabernas, por los puertos. Un mensaje repetido mil veces se convertía en verdad sólida en el nomo. Nada había cambiado, pero el pueblo creía que todo era ahora nuevo.
Repartieron el mismo pan que repartían los anteriores, el mismo pescado que daban los anteriores, las mismas hortalizas que suministraban los anteriores, las mismas raciones de cerveza y de vino que entregaban los anteriores. Empezaron a tirar de las listas de lo que subvencionaba el Estado y lo ampliaron.
Las escuelas de escribas se llenaron de alumnos que debían transmitir a todos los rincones del nomo el nuevo mensaje del nuevo nomarca. Se tendrían que leer una y otra vez, en voz alta, en cada plaza y en cada calle lo que el régimen regalaba a su pueblo, lo tenían que memorizar desde los niños a los ancianos. Todos debían saber. Por ello, desplegaron un ejército gente clientelar para hacer un censo, con la idea de saber quién hablaba mal del régimen para anotarlo y para perseguirlo.
Una de sus consejeras no estaba de acuerdo cuando los de su propia tribu le nombraron a su delegado en una ciudad perdida en los mapas. Se plantó y amenazó con dimitir si no era el elegido por ella
Los nuevos consejeros despreciaron los consejos de los que les precedían. Los echaron de los palacios a palos. Pero pronto siguieron con los mismos vicios que ellos. Exigieron ser llevados en parihuelas y en elaborados carros tirados por caballos por todas las ciudades y por toda la geografía del nomo, para que se tomara conciencia de la diferencia que había entre los elegidos por el pueblo y el pueblo mismo. Exigieron tener mejor comida y bebida para ellos y su familia que sus antecesores en los cargos. Las tabernas del nomo tenían prohibido pasarle factura alguna de los gastos que realizaban, y amenazaron a todos con cerrarlas si no obedecían. Y luego, empezaron a llamar a los de sus tribus para ocupar las más altas y las más bajas magistraturas de todo el nomo.
Luego exigieron que el palacio donde vivían lo pagara el Estado. Con los mayordomos y los esclavos incluidos. Que toda la logística implementada fuera proporcionada por Llamadme Sinuhé. Se elaboraron listas de los que se oponían a esta medida y fueron o encarcelados o vilipendiados públicamente. Para ello, se prepararon largas varas de junto verde y postes donde amarrarlos para exponerlos a todos a escarnio público con castigos corporales incluidos. La larga mano del nuevo régimen se iba extendiendo. Hasta se dictaron normas especiales que debían aplicar los jueces.
Llamadme Sinuhé aprobó todas esas medidas y mandó a su gran visir -de origen extranjero- a que las implantara. Luego estableció por las ciudades subdelegados propios del nomarca, con poder sobre ellas, como si de él mismo se tratara, y, por supuesto, con los mismos privilegios. Luego hizo lo mismo extendiendo la posibilidad de nombrar delegados a sus propios consejeros tanto por todas las ciudades como por todos los rincones del nomo. Duplicando la administración que tenía el propio faraón establecida por su reino.
Pero una de sus consejeras no estaba de acuerdo cuando los de su propia tribu le nombraron a su delegado en una ciudad perdida en los mapas. Se plantó y amenazó con dimitir si no era el elegido por ella. Pero la familia del vetado tenía fincas, tierras y palacios más y mejores que los que le ofrecía Llamadme Sinuhé. Y le ofrecieron las mejores estancias, las mejores vistas al río que, desde sus ventanas, parecía una sierpes extendida sobre el horizonte. Y comprendió que salía ganando con el cambio, que todo le era a mejor. Y así ratificó el cargo e hizo saber el nombre de su delegado en los anales del propio estado, nombrándolo en todos los bandos y en todos los papiros y hasta grabó su nombre junto al suyo en todas las construcciones. Y mientras pudo, disfrutó plenamente del palacio con vistas a la serpiente acuosa que regaba el vientre de su nación.
D.Antonio mi más sincera felicitación.Genial.Saludos cordiales y buenas noches.