Escuchar el ruido de los ríos cuando se pone delante de los niños. Observar de qué manera los bosques nos cubren de las ciudades que ya hemos dejado de amar. Intuir que el tiempo que pasamos al lado de un pájaro no es tiempo, sino la forma concreta en que consistimos y la única realidad con que lanzamos el lenguaje hacia los ojos que nos han cegado el cemento, la política, el palco de las butacas de los teatros, las comisiones de los bancos, la inutilidad de los educadores religiosos, la lástima, el empeño por ser otros, una adivinación del mundo que se está constantemente transformando sin cambio alguno (por lo menos aparente)
Es por eso que, hoy más que nunca, se hace necesario acudir a los pedacitos de pan fresco que renuncian, como ciencias reales, a las ciudades, que, como decía Mingote, ya sólo son automóviles aparcados. Hay como un olor a sombras gualdas que vienen como de la precipitación de las decisiones de la geopolítica, la cual cubre de biombos sordos todo efecto natural y puro que reside en nuestras ropas, limpias de nucleares francesas.
Es mejor alejarse de las manchas que imponen las economías sumergidas y alquilar una cabaña donde se escribió la Oda a la vida retirada. Nos están proponiendo que nos vayamos, que huyamos de tanto neón y de tantos anuncios de perfumes de un mar muerto. Tal vez, y digo quizá, sea necesario habitar las tribus en las que consistimos, el viaje al maíz y al frijol donde los indígenas de la Huasteca Potosina conviven con los magos y con antiguas historias de Moctezuma. Este primitivismo es una respuesta ascética, infundado todo lo más en una ascensión hacia la racionalidad, a esta modernidad que finge multitudes y aplasta los órganos concéntricos de todo individuo que sólo aspira a reír cuando la luna se bautiza de musical gandhiano. ¿Es que acaso estamos atrapados? ¿Quién es capaz de explicarlo?
Sigue habiendo lugares en donde el amor se ama con el amor que azulmente siempre está amando. Esos lugares hay que buscarlos, como si buscáramos el gueto en donde nos han sacralizado. Pero. Pero todo exterminio mantiene siempre vivo su renacimiento de huacos miliarios, de verdades que están ahí, pero que no reconocemos, porque nos hemos acostumbrado, lo diré mejor, han hecho que nos acostumbremos a la intoxicación de los bienes materiales, a comprar lo que quieren que compremos, a una trivialización de la vida que nada tiene que ver con nosotros. Porque, no lo dudemos, existe constantemente la respuesta, la constatación de que no todos somos iguales, sino que cada uno es una historia distinta, una prolongación de los siglos que nos afecta o no nos afecta. Sin embargo, con medidas urgentes, debemos provocar que los caballos irrumpan en estampida, en esa aceleración que le lleve a las tierras donde nadie ha estado nunca.
Desnudos como playas
Iremos, pues, detrás de los caballos, para que los labios dejen de llorar suites olvidadas y nos ocupemos verdemente de los grandes lirios que hoy fingen nuestros ebúrneos trajes. Sin ropa. Desnudos como las playas. Con los pies descalzos, pero sin ser carmelitas. El Carmelo destrozó a San Juan de la Cruz en Úbeda. Sin santidad, en ese tibio humanismo que nos une, digamos la palabra precisa que resuene como un eco en la academia de los claustros de los iris. Andando, andando, an/dando.
Balarán nuestros versos en el mediodía de las jarcias, en las legumbres que, con nuestras manos, hagamos nacer. La naturaleza es plenamente romántica. Y ya sólo nos queda un humanismo de formas y de luces que se dan la vuelta. Vendrán las orquestas a nuestras cabañas a beber hierbas del monte y a situar la alegría en los teatros que todavía no se han construido. Apilaremos la cultura del hombre dentro del hombre, en un espacio que sea nuestro y que sea intocable. Leeremos más que nunca, porque del agua de los ríos saldrán peces con libros en sus bocas. Todo es fuego y una sola manta para el frío. Ser natura. Intensamente. Poderosamente. Comprendiendo todos los mensajes, los signos que hay en cada estructura de cada árbol, el lenguaje que se ad/vierte en la Torre Eiffel de la hojarasca. Labradores y amantes. Goliardos de la modernidad. Leche de vaca después de hacer el amor. Nada de cigarrillos. Los han intoxicado de amoniaco. Sólo fumaremos las piernas del azafrán cuando suene una caja de Tayanga. Nos perderemos por las tardes, entre la hoja del café y las vocales de Petrarca, y no regresaremos hasta que el sol anuncie que ya no hay Dios, sino sólo los síntomas del hombre en su crepitar de aurora de pueblo.
La rueda gira y nos vamos haciendo viejos, tan viejos como la nanotecnología. Todo lo mágico que surja de los olivos es la palabra exacta que nos debe unir y producir como un nacimiento de tres meses. Nos vigilan. Nos están vigilando. Pero no hay paranoia -creedme-.
El ateneísmo, único tambor
Por eso es un camino de huéspedes el despedirnos de esta turbulenta agonía que nos interfiere los rollos de pergamino que tenemos que recuperar. No se trata de un románico, sino de un tiempo presente que solicita otra versión de los mundos. Un mundo cada uno. Sólo uno. Y descender por las montañas como si tuviéramos prisa para que las novelas pastoriles se escriban más deprisa. Antaño en la ciudad, el ateneísmo era un único tambor desafinado donde acudían los comerciantes para deshilachar las apuestas de los casinos, pero la vida, donde ocurría la verdadera vida, era allá donde las patatas se excavaban con metales nocturnos, con cánticos al rumor de los vientos, con escuadras de agua donde no llegaba la yihad. La mala yihad, porque hay otra que es amal o esperanza. Baraka, digo.
Eran aquellos tiempos de pobreza, pero, no lo olvidemos, un pobre ama antes a un árbol que a un hombre. Cada uno en su sitio, compartiendo el asado con la comuna de las aves, con el cierzo que se adelanta cuando los Papas beben aún el vino de las prostituciones. Hablemos bajo, con números delicados, con muecas de titiriteros, con 34 pieles en la blancura de los desiertos, con los espejos de los lagos en donde mirarnos y no morir como Narciso. El narcisismo es esencialmente occidental y está trucado como una baraja de naipes. Juguemos sólo al rondó de los niños y seamos niños para siempre.
¡Llamadla! ¡Llamadla! ¡Llamad sin miedo! Eso es. A la naturaleza con su céntimo de tres rodillas, en el cien de las puertas tejidas como un hombre, un hombre que corre por las aguas como un hombre que sólo es el agua, la férula de los tenientes que son carne pronta, jugo de naranja, cucharas lejos de los ferroviarios, Pedro o Nadia, mientras Tetis canta y los póstumos ganados, al trasflor de la inercia de lo que ya no es vacío ni soledad, sino tiempo junto, apretado contra lo popular y lo táctil, porque es bueno tocarse y mirarse a los ojos y darse cuenta que no todo está perdido, simplemente que la ciudad ha desaparecido, porque nos han echado de ella, vieja puta de las supersticiones.
El hombre siempre está pariendo arados de sangre muerta contra la sangre viva. Unos contra otros, como si fuéramos marines entrando en Bagdad
Ciudad de los presidentes o presidentas que merecen el Anticristo por corromperse, comprando sus propios medios de comunicación, en esta fatwa de los salones, de los euros privados y chaqueteros, de un ruido que ya no es para nosotros, en todo caso, para los hipócritas, para los pirómanos, para los que se alistan confundidamente a la ley de la oferta y la demanda, para los que invierten con acciones bursátiles en el pavimento de las alfombras.
Deseo decir que ahí ya no hay vida, sólo fermento y hambre y una codicia que supera la distancia que persiste entre la Escuela de Chicago y los goles del Liverpool. El hombre siempre está pariendo arados de sangre muerta contra la sangre viva. Unos contra otros, como si fuéramos marines entrando en Bagdad. Nos espera. Sí. ¿Quizá nos equivoquemos? Nos espera el cholo que apaga todos los teléfonos móviles, y, como átomos de espigas, es prudente entrar de nuevo en los falansterios de Fourier, donde nos sacudamos todas las fotografías de las tasas, de los pantalones de hilo, de la devastación de los bosques, de la entrada en la sede de los bancos federales. Hemos de irnos.
Queremos que quede como una sentencia de cabello de mujer. Hemos de irnos a la M de las Montañas, para recuperar el calofrío de la risa, de las monedas interiores, de los días republicanos, pero no en la República de Platón -Platón sólo tuvo los hombros anchos, nada más-, sino en democritismo del placer y de la Nueva Ciencia, nuestros pies pisando el biznieto del humo, la aventura de la yuca, la gramática sin academia, el olor de los astros que pasan como un rumor menor de las pirámides.
El hombre es naturaleza en su estado natural de las cosas. Nacimos en ella y perduraremos con ella si somos capaces de grabar el sueño en la piel original de todos los animales rosas.
«Carta de las Islas Vagabundas»
Jacques Prévert.
Quedarse sin nada lo merece todo.