Por vez primera en Estados Unidos, una parte importante del Partido Demócrata (20%) cuestiona la tradicional narrativa de que Israel tiene legítimo derecho a defenderse del terrorismo para cerrar los ojos ante la masacre del pueblo palestino
Quienes presionan a Biden para que haga valer su influencia sobre Netanyahu (EEUU le dona a Israel 4.000 millones de dólares anuales y el Congreso está a punto de aprobar una venta de armas por valor de otros 750) y le obligue a cesar sus desproporcionados bombardeos sobre Gaza, componen básicamente la nueva hornada de jóvenes votantes y representantes.
Entre quienes destacan especialmente por su valentía a la hora de denunciar públicamente los hechos en un país que desconoce la historia de Palestina, hay mujeres de color muy influyentes como Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib o Ilhan Omar.
Lo que ocurre es, sencillamente, que EEUU hace tiempo que pasó pantalla y, por mucho que insistan en convencernos de lo contrario los populismos, en el tablero ya no se disputa una batalla entre derechas e izquierdas. La pelea ahora está entre quienes, en nombre de la solidaridad, demandan reformas sociales que reconozcan la diversidad de la raza humana y se sienten habitantes de un planeta que tiene que aportar soluciones comunes a retos como el calentamiento global, la pandemia del coronavirus o la crisis migratoria; y quienes, en nombre de la libertad, se aferran a defender privilegios exclusivos de su tribu que no están dispuestos a compartir con nadie más. Netanyahu es de estos últimos. Incumple las resoluciones de la ONU con la misma impunidad con que el presidente Jackson violaba en Estados Unidos los tratados con los nativos y los va arrinconando en reservas (Gaza y Cisjordania), cada vez más inhóspitas, con la esperanza de que se vayan extinguiendo.
Su estratagema consiste en equiparar Israel a democracia y Palestina a terrorismo. Pero, cuando te acercas y rascas, resulta que ni lo uno ni lo otro. Muchos judíos, a los que se les prometió una patria de acogida en la que podrían vivir en libertad y ser respetados, se sorprendieron al comprobar que Israel no era un país para judíos, sino un país judío. Un país en el que el individuo no progresaba en función de sus propios méritos; sino de acuerdo al grado de judaísmo de su árbol genealógico. Una teocracia donde lo que diga la autoridad religiosa marca las pautas y todos los políticos que vemos con chaqueta y corbata son generales del ejército, incluidos los más moderados como Ehud Barak.
Netanyahu ha ganado cuatro elecciones como defensor de la democracia frente al terrorismo. Cuando hay conflicto bélico, la prensa no tiende a investigar las cuentas bancarias del primer mandatario. Aún así, los tremendos escándalos de corrupción que Bibi afronta ponen en peligro su quinta reelección. ¿Qué mejor que una guerra total para silenciar al adversario? Al fin y al cabo, esa ha sido la táctica de Israel: utilizar el miedo al árabe como amalgama interna. Pegamento que peligra disolverse el día en que se alcance la paz en Oriente Medio, pues la percepción del mundo también ha cambiado en esa parte del planeta y, un estado que solo admite ciudadanos judíos, igual que un club que no los admita, resulta cada vez más y más incomprensible para la mayoría de los humanos (judíos o no) del siglo XXI.
Lo que da la impresión aquí es que, en lo que llevamos de siglo XXI, las personas hemos evolucionado mucho más rápido que las instituciones que supuestamente nos representan
Lo que da la impresión aquí es que, en lo que llevamos de siglo XXI, las personas hemos evolucionado mucho más rápido que las instituciones que supuestamente nos representan. La ONU, por poner un ejemplo, hace tiempo que se quedó obsoleta y sus resoluciones, con el veto de los vencedores de una contienda mundial de hace 75 años, han reducido prácticamente sus funciones a actuar de caja B con la que unos países pagan favores a los gobiernos de otros. Por supuesto que Naciones Unidas cuenta con numerosos funcionarios honestos que se dejan la piel en programas encomiables. Conozco personalmente a algunos de ellos y les admiro. De la misma manera que admiro profundamente a los padres franciscanos que dirigen en Sri Lanka el orfanato con el que colabora desde hace muchos años la Fundación Gomaespuma. Pero eso no quita para que piense que la Iglesia Católica se ha quedado atrás en el reconocimiento de derechos ya ampliamente aceptados por la sociedad, como el de la equiparación en el reparto de tareas y responsabilidades entre la mujer y el hombre.
Cambio de mentalidad
La historia nos ha dado varios ejemplos de cambios de mentalidad. Stefan Zweig en El mundo de ayer, uno de mis libros de cabecera, describe cómo, en los albores de la I Guerra Mundial, los jóvenes ansiaban tener barba para poder presumir cuanto antes de ser adultos; mientras que, dos minutos después de finalizada la contienda, los adultos se apresuraban a rasurarse los pelos y acudían en manada al recién inventado gimnasio para parecer más jóvenes.
En el día 14 del conflicto, las presiones para que Biden consiga que Netanyahu pare su guerra crecen. Quizás no sean aún decisivas, quizás no sepan aún cómo organizarse para resultar efectivas, pero indican que, al menos en EEUU, la percepción ha cambiado. Hemos pasado pantalla.
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