Hoy me he levantado a las diez de la mañana. Me he duchado con agua fría y he salido al balcón a fumar un cigarrillo Manitou. El sol pone su arquitectura de marrasquino opresivo. Yo bebo tres vasos de Coca-Cola Zero. Llevo un tiempo aturdido porque no puedo escribir. No me salen las palabras. Sólo la furia como un platelminto de orígenes antiguos. Hoy sí, saldré a la calle y buscaré el lenguaje en el pigmento de todos los edificios. Recorreré uno a uno, subiré hasta todas las azoteas y desde allí gritaré el roble de Orán. ‘¡Grrrr!’
Estos días que no pasan, que no pasan y que se quedan ahí, en la molturación de la lanolina que se percibe con sólo mirar muy despacio. Me tengo miedo a mí mismo. Suele ocurrirme cuando no encuentro una taberna donde sirvan absinthe. Pienso en Languedoc y me duele tanta leyenda y tanto onirismo que ya ha dejado de cubrirme, como si fueran algas en busca de un mar. Quizá sea yo, en estos tiempos en que ya no llueve, un mar sin ingles, un mar que no me acomete, que no gravita sobre mis ojos tan azules como las cerámicas griegas. Tendría que ir a un polideportivo y lanzarme a una piscina que esté llena de bañistas que bailen el rigodón. Pero yo siempre que me meto en el agua lo hago desnudo y ayer mismo un socorrista quiso amputarme la constelación de Orión.
Las calles están vacías, porque todo el mundo permanece en casa viendo las telenovelas venezolanas o, lo que es peor, esas cotorras y cotarros de Sálvame y los reality shows. Ésa es la rima que ya sólo leemos, pues nos han desarmado toda experiencia sexual retajada con las monjas benedictinas. Si quiero hacer el amor, deberé incluirme en el mensaje del Monasterio de Noravank, en Armenia.
Me pesa el cuerpo como un kilo de cinamomos. Quiero intentar volar hacia aquellos lugares donde en verdad la libertad no sólo sea una tableta de chocolate, una península de batanes, una consonante oclusiva que jamás se oye. No sé. Digo que no sé, pero creo que estoy perdiendo la memoria y, cuando uno pierde lo que fue, está perdiendo lo que será. Por las amplias avenidas de mi ciudad camino como si fuera el segregacionismo de un hombre renacentista. Huelo a Kierkegaard y me manifiesto cada jueves delante de la Embajada de los Estados Unidos de América. La vida es un rentoy de viejas rendiciones en la que cada uno intenta cada noche dormir diez horas ante el miedo de enfrentarse a la migración de los hígados. Paralelamente a lo que está ocurriendo, yo suelo leer mucha poesía lírica, pues es la forma que tengo de escapar de este radiograma tan pterodáctilo en que la tierra se resume.
Estamos ante un público que quiere ver el teatro al aire libre, pero hay un ¡Puuu…! de pudrideros que va deshaciendo la pintura de las casas hasta convertirlas en pedregales de Pontederia. No sé, digo que no sé.
Tal vez mañana vengan los guerreros de los Unos a devolvernos los peniques, pues nos lo han robado todo, hasta el ómnibus en donde nos subimos para acudir a los acantilados. Yo hace años que no veo los acantilados, los cuales son la mejor expresión, ante ellos, de encontrarse con uno mismo, pues hay montañas que me pertenecen y que son mías, pero están siendo privatizadas por estos manchurianos que viven en los rascacielos. Hace tiempo que no veo a ningún amigo, pues los amigos acostumbran a traicionarte cuando te enamoras de las amapolas y de los albatros que ya escribiera Baudelaire. Me gusta ducharme con agua fría, pues de este modo me desunto del iridio que cubre mi cuerpo. Estoy cubierto de permanentes anuncios publicitarios y eso me encorajina y me devuelve al hombre primitivo que en el fondo soy. Este primitivismo sacude todos los suburbicarios que penetran en mí como lanzadas de Pericles, como arcabuzazos de Napoleón, como chicles que se pegan a mi ropa por culpa de la inflación y de las crisis bancarias. No sé, digo que no sé.
El iterbio que derrota todo italianismo
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé! Hace tiempo que visité la tumba de César Vallejo y dejé en la lápida un poema que aún debe estar ahí, pues lo escribí sobre un fósil del Neolítico para que quedara al raso de las lluvias, entonces aún llovía. Ah, las inclemencias del mundo. El mundo es un maillot que suena a como trompetea en las ciudades donde todo se ha perdido y ya sólo quedan lo parques para seguir leyendo a Feuerbach. Yo leo lo más que puedo, sobre todo lírica, como digo, pues es la única manera que tengo de escapar de esta lenta muerte que sobreviene por los telediarios y por los mapas manchados de ¡mmm…¡ Poseo una virtud que ya no es mía, sino de la moda de Moab que persiste como una aniquilación de pensamiento y de anticlericalismo tan inmensa como la malaria. Me gusta escuchar el sonido de las campanas de mi barrio al atardecer, creo que es lo único que debería permanecer en este futuro incierto que me arredra y que sigue inundando las iglesias de una cierta melancolía y de un iterbio que derrota todo italianismo.
¿Dónde queda la cultura de la sabiduría de la Antigüedad? Precisamente, y digo precisamente, es esta metamodernidad la que anula sine qua non toda reflexión del hombre a propósito del amor, de la muerte, de la sal, de los suburbanos. ¿Y qué hago yo aquí mientras el agua todavía no llega?
El agua no llega, porque existe una prole de lingotes lingüísticos que aminora el marchamo de la vida con infusiones de té y con espejismos de la prima de riesgo
El agua no llega, porque existe una prole de lingotes lingüísticos que aminora el marchamo de la vida con infusiones de té y con espejismos de la prima de riesgo. No sé en qué lugar meterme. Me gustaría vivir en una cabaña en lo más alto de una montaña, toda llena de libros, y amar a una mujer como nadie jamás la hubiera amado. Sería la forma en que por fin yo me mantuviera profundamente vivo y que se lampreara esta desesperación que padezco. Compro dos botellas de Coca-Cola Zero y voy a las librerías, a las que tienes que avisar con el claxon de un barco, pues hace diez años que permanecen cerradas y sólo abren para los que padecen una tuberculosis o un sida permanentes que van friccionando las células en las que consistimos. Allí acostumbro a comprar libros de Michel Onfray, de Lipovetsky, las biografías de Alejandro Herzen, toda la poesía romántica de Arnold, de Espronceda, de Guillermo Blest Gana y el teatro de Ostrowski.
Luego me voy a un merendero donde se consume tungsteno y dejo que pase el día para darme cuenta que estamos en el peor mundo posible. Estoy harto de tantos periódicos que sólo publican afirmativamente y desde unos editoriales de filiación omnímoda los crueles acontecimientos que están devastando este circulismo que ya viera Galileo. Todo es falso, impenetrable, lanero, kronprinz, y a los que vivimos sólo de las bebidas de los hipermercados nos cuesta claudicar, pero la claudicación se extiende como un lábaro por todas las esquinas de esta internacionalidad en la que intentamos resistir, pero que ya parece imposible, pues hay una vigilancia y un esperma derramados que hace muy difícil poder bañarte en el mar sin que salgas con un traje de conserje. Somos la conserjería de esta alimentación laberíntica que ya previeran Kafka y Aldoux Huxley, quien, cuando moría, pidió que le susurraran al oído el Libro tibetano de los muertos. La intelectualidad y el anarquismo han sido majados por el kindergarten y por la Escuela de Chicago. ¿Qué estoy esperando yo en estos instantes en que ya no sé quién soy?
Hay un kirie que no me perdona que pueda quitarme el maillot.
El melancólico relato se retuerce entre el presente, que detecta, y unos sueños que nunca existieron más allá del papel.
Después de leer tu verdad,
no me siento tan sola.
Gracias por estar ahi.
Está escrito y dicho.
Existe y resiste.
La palabra eterna como el sueño es.