Ya bastante entrado el pasado mes de febrero, aproveché una de esas mañanas de sol tan escasas por tierras del noroeste para podar el albaricoque. Es un árbol joven, de una generosidad sólo comparable a la del melocotonero que crecía a unos 15 metros y al que, a pesar de sus buenas condiciones, la lepra secó el año pasado
Los fríos ya habían pasado, así que tenía que aprovechar para ocuparme del albaricoque: emparejarle la copa, sanearle la cruz y seleccionar buena parte del ramaje. Si no, las varas que el verano pasado crecieron impetuosas, a finales de esta primavera se troncharían con el peso del fruto. Y, además, se arrimaba demasiado a la casa por un lado y al muro de la calle por el otro. Es un árbol de un vigor desmedido.
Así que dicho y hecho. Con las escalerillas y los guantes, eché mano de las tijeras de podar que cada año me pellizcan el dedo con el tope. Una hora más tarde, ya estaba el árbol podado y el dedo con un lunar nuevo. Reuní las ramas cortadas lejos del frutal para quemarlas pasado un par de semanas y vi que, en algunas de las yemas, ya se adivinaba un color entre granate y magenta. La savia empezaba a calentarse y la primavera pronto se instalaría en este país de granito y agua.
El nombre albaricoque tiene su origen en el griego y quiere decir algo así como fruta precoz, fruto temprano, por ser uno de los primeros árboles que florecen acabando el invierno y porque sus frutos maduran rápido. Pues bien, debe ser que la semana tras la poda hubo sol, porque recuerdo mi sorpresa al ver el árbol con racimos de flores rosa ya el sábado siguiente. Y más, las flores no solo estaban en el árbol, sino también en las ramas que había podado y amontonado cerca del melocotonero siete días antes.
Vida o un remedo de vida
Recuerdo que me quedé mirando el montón de ramas podadas en flor amontonadas en el suelo y, con la mañana libre, me dio por darle vueltas la olla. Me puse a pensar si aquellas ramas amontonadas en el suelo y en flor ya estaban muertas pero no lo sabían, y por eso florecieron, o si estaban vivas todavía pero destinadas irremediablemente a morir, tan cerca de la tierra húmeda y de los nutrientes que necesitaban, pero desprovistas de raíces, a una corta pero insalvable distancia de su sustrato y su alimento. Yo no las iba a plantar, eso estaba claro. Qué especie mezquina, a la que ni el inmaculado rosa de las flores del albaricoque le despierta cualquier misericordia. Lo que quiera, pero que no. Aun así -deliraba yo-, si al menos el creador o la evolución o los duendecillos verdes les hubiesen dotado de algún tipo de extremidades móviles, ellas mismas podrían arrastrarse y tratar de enterrar su extremo inferior, enraizar y vivir así impetuosas como el árbol del que las podé.
La naturaleza es sabia y nosotros, bonobos pelones que nos creímos dioses, como aprendices ya fuimos mejores
En seguida caí en que no. Ni siquiera así. Ni con manecillas ni con patas ni con ojos ni nada: estaba equivocado. Porque, incluso si tuviesen la posibilidad de moverse, de pensar y de actuar para salvarse, podrían simplemente decidir no hacerlo. Podrían alegar cualquier excusa. Dudas, vergüenza, ¿sería aquel terreno realmente el mejor para ellas? ¿Qué pensarían las otras ramas de aquella que decidiese moverse la primera? O podrían sencillamente pasar sus días murmurando mientras esperaban que viniese otra rama a plantarlas en lugar de hacerlo ellas mismas. O convencerse de que el esfuerzo era demasiado que no sabían que nunca lo conseguirían. Podrían ser presa de las mil formas que adoptan las dudas traidoras, o de las otras mil que presenta la inacción comodista. El caso es que no se moverían.
En Europa, el día es soleado y es tiempo de poda. Unos piensan que no les va tan mal porque aún consiguen florecer, otros no son conscientes de que pertenecen a una rama que ya está podada y en el suelo. Otros, aunque sí lo saben, creen que podrán mantenerse con vida así, porque la savia aún les aporta algunos nutrientes. La naturaleza es sabia y nosotros, bonobos pelones que nos creímos dioses, como aprendices ya fuimos mejores.
Magnífico Gerardo…enhorabuena.Saludos cordiales.
Gracias estimado José Ramón. Un saludo.