La primavera nos perseguía con su luz llena de motas de polvo, estalactitas que colgaban del cielo y animales voladores que rotaban felices en sus ciclones. Ella llevaba su camiseta de la Velvet Underground y la típica boina parisina de afrancesada madrileña. Nos tomamos un café en el bar de Marvin. Acababa de abrir su primer local como dueño del establecimiento
Antes había trabajado como camarero en un bar muy cercano a éste donde todos estábamos encantados con él, pero que un jefe estúpido no supo ver su valía y simpatía, y acabó despidiéndole. Los habitantes del barrio sólo tenemos un objetivo: llenar el bar de Marvin de parroquianos donde nos acodemos a la barra llenándola de botellines, tazas de café y copas de vino. Hincharle a trabajar para que su antiguo jefe tenga todo el tiempo del mundo para descansar eternamente. Nadie se merece más que las personas que nos ofrecen sus bares y cafeterías para que podamos ser felices.
Cuando entramos, Marvin no estaba y nos sentamos en una mesa a esperarle mientras nos tomábamos esos cafés. Ella estaba fastidiada porque le habían anulado la cita que tenía con el dentista esa misma mañana. No le gusta madrugar, ni a mí que abra los ojos si no hay necesidad. Sus ojos cerrados contienen todo lo que mi imaginación hecha de espirales que se abren y se cierran nunca podrá entender. Mientras pensaba estas cosas, sus ojos me miraban. Una sorpresa continua que iba en mi dirección.
Me contó anécdotas de sus últimas experiencias con los dentistas, pero me destacó una en la que se pasaron con la anestesia que la suministraron. Iba tan colocada que se sentía como en casa. A ella le gusta fumarse sus porritos de marihuana de vez en cuando. Le ayudan a relajarse por si alguna vez la mente le juega malas pasadas sin motivo aparente. Poner un parche a una mente hecha de grietas por donde se escapa su imaginación maravillosa. Ella se ponía una tirita porque sabía que iba a cortarse por encima de ella más tarde. En estas llegó Marvin y nos saludó con su simpatía habitual, a mí me dio la mano y a ella dos besos. No sé por qué, pero me dio celos la escena. No quería que sus ojos se sorprendieran de manera distinta. Marvin hizo bien, es una persona educada y galante. El problema estaba en mí y en mis ojos colocados por su anestesia, que despertaba mis sentidos y dormía mi presunto raciocinio.
Ramas y viento
Marvin nos invitó a los cafés y nos fuimos a dar una vuelta por el parque de la Fuente del Berro, que estaba muy cerca. Las ramas de los árboles se resquebrajaban a nuestro paso por culpa del viento. Las pisábamos y su chasquido llenaba de astillas nuestros zapatos, que nos limpiaban los pájaros al confundirlas con comida. Pájaros de madera nunca vuelan. Sus corazones de serrín no soportaban esa vida. Los jardineros se los encontraban debajo de las hojas y las malas hierbas y los tiraban en las bolsas negras que utilizaban para ello. Ella me agarró del brazo para no caerse en ese suelo tan poco estable. Me preguntó si me importaba que lo hiciera y le dije que por supuesto que no, que podía sujetarme tan fuerte como quisiera hasta confundir mi brazo con el resto de las ramas caídas en el parque. Mi brazo no podía tener mejor utilidad que como sujeción para una hija de Lou Reed. Llegamos hasta un lago que tenía una caseta al lado. Ella me soltó y buscó su reflejo, pero no lo encontró.
El agua envidia las bellezas que no son líquidas. Los pájaros de madera se la beben hasta llenar sus estómagos de un mobiliario podrido. Deposición y defunción. Leña mojada nunca arde. Aquelarre de pájaros. Fuego que vuela en alas de ceniza. Nos acercamos a la caseta que acompañaba al lago. La puerta estaba cerrada. Llamamos con la esperanza de que no hubiera nadie o más bien para hacer la broma de que alguien nos contestase desde dentro, cosa que si hubiese ocurrido nos hubiese vuelto las tripas del revés, de una leña sólida y amazónica. Nadie nos contestó y fue una pena que así fuese. Me hubiese gustado sentir que yo estaba igual de fumado como transmitían los ojos felices de ella.
El Cocodrilo es un bar en el que se está genial tanto dentro como en su terraza. Sus sorpresas seguían mirándome a los ojos
Seguimos caminando y los árboles se separaban a nuestro encuentro para mostrarnos el camino. Estaban en plena floración y sus hojas blancas llenaban su boina parisina y caían por su melena de guerrera escocesa. La hija de Lou Reed estaba más hippie que nunca. Salimos del parque y dimos una vuelta hasta llegar al barrio de La Guindalera. Los guindos competían en belleza y flores blancas con la cabeza de ella. Hacía un día radiante y nos sentamos en una terraza a disfrutar de las vistas de los árboles en una calle peatonal.
El Cocodrilo es un bar en el que se está genial tanto dentro como en su terraza. Sus sorpresas seguían mirándome a los ojos. Lou Reed me decía que no la fastidiara con su actitud desafiante. Ella me habló de lo mucho que le costaba encontrar gente con la que poder hablar libremente de lo que pensaba. Se sentía siempre juzgada y condenada. Su mente es un disparo sin orificio de salida. Pólvora que sale por sus labios en forma de palabras. Me habló de que le gustaba el arte y que se había comprado dos cuadros de los que se había encaprichado en una visita que hizo a una galería de arte. Me dijo el nombre del autor pero lo olvidé porque a la vez se le cayó una de las hojitas blancas sobre los ojos y otra sobre la nariz. Fui a ayudarla y al quitarle la de los ojos, ella sopló levemente para quitarse la de la nariz. Nunca un soplido le había dado tanto aliento a mi vida.
Los cuadros no eran muy caros para los precios que se mueven en ese mercado, mil euros cada uno, y además eran los primeros que se compraba. Bien que hizo como mujer trabajadora a la que no le han regalado nunca nada. Los cuadros eran bien curiosos. El primero era un perro que se apoyaba sobre la parte inferior del cuadro y que parecía que iba a saltar. Era de un gran realismo, tanto que daban ganas de cogerle una pata para ayudarle en su cometido. El otro, era un grupo de cerdos con alas volando en fila india sobre un cielo sin nubes. Era curioso y perturbador, como si el autor hubiera venido de ver también a un dentista generoso en anestesia. Pero la mejor conversación con ella estaba por venir. El azul del cielo seguía siendo de una claridad que se rasgaba y por donde aparecían pájaros de verdad. Pedimos una segunda ronda de jarras de cerveza. Ella estaba tranquila y a gusto y me contó su teoría sobre los robots.
Había salido en las noticias que los robots iban a acabar con miles de trabajos que hasta ahora hacíamos los humanos. Ella era de un optimismo industrial. Las máquinas no estaban para quitarnos el trabajo, sino para hacerlo mientras nosotros hacemos otras cosas, siempre más interesantes y placenteras. El trabajo os hará siervos. Ella le dio la vuelta a la noticia y la transformó en algo brillante como lo eran todas sus ideas.
Cada persona tendría su robot al que programaría para la labor que hasta ese momento desempeñaba en su trabajo. Nuestro trabajo consistiría en que el robot estuviera perfectamente programado y actualizar la información que necesitara cuando tuviera nuevas tareas. Eran todo ventajas. El robot trabajaría por nosotros y el sueldo nos lo quedaríamos nosotros. Los robots no se ponen enfermos ni se cansan tras jornadas maratonianas de trabajo. El robot solo necesitaría una puesta a punto cada varios meses para vigilar su perfecto funcionamiento.
Tener todo el tiempo del mundo para fumarte tus porritos mientras la cabeza centrifuga tus ideas siempre frescas como agua de lago. Reflejarse solo en las caras con sorpresas. Ojos que se transparentaban en las jarras de cerveza ya vacías. Pedimos la tercera ronda y Lou Reed estaba tan a gusto que se salía de la camiseta. Ella la estiraba y él se deslizó agarrándose al borde de la misma. Sabía que su trabajo había terminado. Se lanzó al vacío. Ella me seguía provocando desde su camiseta negra y lisa. El cielo solo podía seguir siendo de un azul mujer fatal. Los pájaros lo dibujaron con sus aleteos.
Comentarios recientes