¿Dónde vais a meter a los sintecho, entre las doce de la noche y las seis de la mañana? ¿les llevaréis a vuestras casas, gobierno inmoral? ¿Les multaréis como a nosotros, si nos pasamos de la hora, papá gobierno? ¿Me castigaréis, como hacían mis padres cuando era adolescente? Esta es la única respuesta con una contestación clara: sí
Enhorabuena por haber creado este Estado de generar Alarma. Los que no somos vagabundos, vamos entrenando para ello. Pero nos ha tocado el peor momento para aprender. “La calle es mía”, dijo Manuel Fraga, meses después de la muerte de Franco, tras unas manifestaciones a favor de la democracia que fueron abortadas por las supuestas fuerzas del orden. Ahora lo dice Pedro Sánchez en connivencia con todos los presidentes de las comunidades autónomas, y aquí nadie dice que esto es algo dictatorial, propio de la república más bananera, cuyos amos son estos gorilas, donde los dedos se les hacen plátanos. Huéspedes somos nosotros en las calles.
El franquismo fue una pandemia que fue sustituida por otra, más fina y elaborada. Al final en España siempre mandan unos pocos, siempre por la fuerza, a veces militar, a veces por la ilusión de un voto, que tiene el mismo valor que un sueño olvidado. El pueblo en España es una molestia necesaria para los poderosos. Los sintecho, por lo menos, no les siguen el juego. La contraprestación que conlleva es costosa, pero muy barata comparada con la esclavitud que sufrimos el resto. Esta seudodemocracia tiene claro que, el que quiera libertad, que la busque debajo de los cartones, junto al banco donde tendrá que irse a dormir.
Los sintecho se arropan en sus camas de madera con sábanas estampadas con las caras de nuestros caseros. Ellos ya no los tienen y a nosotros nos echarán cuando quieran. Los periódicos de papel ni quitan el frío ni te hacen saber la verdad. La publicidad institucional que los sinvergüenzas les pagan convierte la presunta información en una mala novela de ficción, propia de Elvira Sastre.
Apetece ver a Pedro Sánchez con harapos, haciendo juego con su pobreza moral. A Isabel Díaz Ayuso comprándose la ropa en los mercadillos, regateando a las gitanas por unas medias con más carreras que ella. Que sus faltas de piel no se deban solo a un deterioro en el tejido de la prenda.
El drama de los ‘sintecho’
Los pobres sin casa miran hacia el techo descapotado de su hogar. Lo hacen todas las noches antes de dormir. El cielo, estrellado, como las buenas intenciones de los sinvergüenzas, que chocan contra la pared de sus intereses personales. La luna, pálida, como un fantasma enfermo, uno que se cree que da miedo, pero que es cuando se quita la sábana, cuando se ve al político y al monstruo. A la intemperie solo queda la pobreza de una noche sin salida, sin escondite donde hacerse agujero y desaparecer. Es cuando los sinvergüenzas se refugian bajo sus techos aburridos, donde no hay nada que ver.
Yo no sé si multarán a los sintecho por estar en la calle a partir de las doce de la noche. Si buscarán la compañía de hasta cinco personas para sentir una soledad disfrazada, pero nunca castigada. Uno ha elegido parecerse a Carpanta, otro, el más viejo, al chavo del ocho, y los demás han preferido pasar más desapercibidos y coger lo que les han dado en la parroquia. Tampoco llevan mascarilla y la distancia de seguridad ya la practican el resto de seres in-humanos con ellos. Están bien cerca unos de otros, hace frío y el calor humano, apesta, pero es efectivo. Una patrulla de policía se acerca a ellos. Se esconden en uno de los soportales donde guardan sus escasas pertenencias. Tienen agua, y con ella se lavan la cara y el pelo. Se quitan los ropajes, hasta quedarse desnudos. Hace demasiado frío, como para pararse a defender el nudismo, como si de un discurso de Fidel Castro se tratase. La única mujer se cambia detrás de unos contenedores, para tener su intimidad. Temblar no ayuda a la hora de colocarse las nuevas prendas. Limpias, planchadas, levemente perfumadas por el suavizante utilizado por el personal de servicio. Cuando la pareja de policías se ha bajado del coche y se dispone a preguntarles quiénes son y qué hacen en la calle, la sorpresa se ha transformado en sudor frío. Pedro, los dos Pablos, Santiago, Inés e Íñigo se han dirigido a ellos y, sin mediar palabra, han mostrado el mismo tatuaje, que tienen todos en la misma parte del cuerpo: “Todo está controlado, la calle es nuestra”.
La calle es mía y de todos los españoles porque las pagamos con los impuestos. Hay un artículo en el Código Penal que dice: Nadie nos puede impedir la libre circulación.
Por eso estas normas temporales son cuestionables.