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Una montaña de regalos. / iSTOCK

Opinión

El mal de la opulencia

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Nos apenamos cuando vemos a los bebés muertos en Gaza, pero seguimos organizándoles a nuestros hijos fiestas de cumpleaños como si fueran comuniones

Empatizamos con el prójimo cuando le vemos sufrir en el Telediario, pero acumulamos Barbies, Rainbow High y bebés llorones por doquier, alimentando un consumismo exagerado. Llevamos muchos años sacando los pies del tiesto, midiendo el cariño por el tamaño de los regalos. Y debemos potenciar las experiencias, llevar a nuestros vástagos a obras de teatro en lugar de a conciertos de Aitana o Lola Índigo. Los niños se ponen como locos con la ristra de presentes. Chillan porque quieren ser los primeros en darle el regalo al homenajeado y todo se convierte en un Vietnam. Debe venir el coronel Trautman en helicóptero a rescatarnos.

Pero los adultos tampoco vamos a la zaga. De hecho, nosotros impulsamos esa pulsión por ver reflejados en ellos la escasez que vivimos de pequeños. Pero esa escasez hacía que valorásemos más lo poco que teníamos. Hoy hay niños que olvidan en un baúl regalos sin abrir. SIN ABRIR. Y luego se ahogan en un vaso de agua, porque le damos todo tan mascado que no conocen ni la ley del mínimo esfuerzo.

Volvamos a ser cabales y recuperemos la austeridad como método de enseñanza. Nos irá mejor a todos, pero sobre todo a ellos, los que dentro de unos años tienen que pelear por su futuro en una jungla bilingüe, digitalizada y superficial. Los niños mimados de hoy tendrán difícil el éxito laboral del mañana. La dificultad es necesaria para madurar, evolucionar, dejar atrás prejuicios absurdos y abrazar el caos.

No podemos seguir viviendo en una ilusión de control y de bienestar cuando el engranaje de nuestros sentimientos está oxidado y huele a azufre. No podemos seguir viviendo en una confrontación perpetua con los valores de antaño, apelando a una supuesta modernidad, cuando lo más moderno posiblemente sea cabalgar sobre la honestidad, la lealtad y la crítica constructiva. La ofensa es no atreverse a saber y a responder. El error es perpetuar la mentira, el engaño, el rencor. El fallo es quedarse siempre en la anécdota.

El trompo debe girar y no debe haber inteligencia artificial alguna capaz de adivinar cuándo se parará y sobre qué loseta caerá. Y tenemos que ser felices con la incertidumbre del mañana y con la satisfacción de los logros conseguidos a largo plazo. Porque el placer de la inmediatez sólo nos deja más vacíos de madrugada. Porque el maná de la pantalla nubla los sentidos, ese vellocino de oro que aturde el sentido común.

Abramos nuestro corazón sin pudor a nuestro entorno y comenzaremos a caminar más erguidos, más seguros de nosotros mismos. Y los ojos tiernos de la infancia podrán así comprobar que no somos víctimas de corporaciones sin rostro sino personas con raíces fuertes, un roble que aguanta todo tipo de tempestades con una sonrisa, pero con la lengua suficientemente afilada como para llamar a las cosas por su nombre. Si detectamos que existe el mal de la opulencia en nuestra sociedad, hay que denunciarlo. Tenemos que dar ejemplo para luego poder exigir ese mismo compromiso a nuestros gobernantes, que sólo nos quieren en duermevela, atocinados por tanto ocio superfluo.

Ojalá 2024 sea el año del gran Big Bang de emociones, de reivindicaciones cumplidas y de regalos no físicos sino espirituales. Un año con mejores servicios públicos, con mejor talante social y con mejores resultados profesionales y familiares. El año de vernos más, como dice un anuncio navideño. La rueda sigue girando y los niños nos miran. Hagámoslo posible.


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2 comentarios

  1. José Luis

    Recomiendo la lectura de La Teoría de la Clase Ociosa de Thorstein Veblen, un magnífico libro que ayuda a entender por qué consumimos como consumimos. Y lo mejor es que está escrito en 1899. Igual no hemos cambiado tanto en 125 años.

  2. Alicia

    Brindo por ello, y todo ello bañado de la mejor música clásica. Feliz y Próspero 2024

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