En la actualidad, la convivencia educativa se está convirtiendo en toda una aventura que, no en pocas ocasiones, conlleva incluso riesgos
Basta pasearse por cualquier centro educativo en las horas de cambio de clase -o en los recreos-; colócate de espaldas, en dirección contraria a donde deba dirigirse el alumnado en su siguiente clase y observa. Como si de una danza ritual se tratara, es fácil descubrir manos alzadas que rápidamente lanzan collejas a compañeros de un lado y otro de la fila; pequeños empujones para abrirse paso, como pasos de ese mismo baile movidos al ritmo del bullicio de conversaciones en alto bañadas de insultos e improperios que parecen formar parte de ese cántico que los transporta a otro espacio; parecieran ofensas silenciadas, invisibles.
Es interesante conversar sobre ello con el alumnado. Muchos describen cómo son sus relaciones personales justificando estos comportamientos porque es «de broma». En otras charlas con adolescentes todavía resultan más sobrecogedores sus argumentos: «No me molesta que me llamen gilipollas, es normal», dicen.
Mientras tanto, un profesorado cada vez más saturado por la exigencia de la labor educativa se encuentra con la fricción de atender la adquisición de habilidades sociales básicas y competencias para la vida de su alumnado sin detrimento de la consecución de los objetivos académicos, de la continuidad del itinerario de formación reglada y la obtención de buenos resultados académicos (las notas).
El papel de las familias
Las familias tampoco están exentas de esta difícil situación. Buscando el santo grial de la conciliación, están desorientadas en cómo construir ese tándem adulto con los equipos docentes que garanticen una convivencia armónica que les calme esa desazón que algunos progenitores me han descrito muchas veces como: «Le dejo en la puerta del instituto y me da la sensación de que lo estoy lanzando a los pies de los caballos».
Pero la máxima preocupación derivada del tipo de convivencia que existe hoy en los centros educativos es el impacto devastador que causa en nuestra infancia y adolescencia. Si tuviéramos que determinar el principal problema de nuestra población más joven en la actualidad, sin duda alguna, sería la falta de autoestima, íntimamente vinculada con los tipos de relaciones personales que se establecen en edades tempranas (saber poner límites, selección de amistades, detección de relaciones tóxicas, ocio y tiempo libre saludable…) así como lo relacionado con el autoconocimiento (autoestima, autogestión de emociones, control de impulsos…).
Todas las características que nos presentan al adolescente actual como chicos y chicas tristes, desmotivados, con falta de control de impulsos y, en casos más graves, con frecuentes episodios de autolisis e, incluso, suicidios. No es casualidad que la máxima preocupación de los centros educativos actualmente sea la salud mental de su alumnado, tal y como describe Rafael Llor, gerente de la Asociación Albores.
Podríamos seguir así horas, describiendo a nuestros adolescentes y las situaciones de tolerancia normalizada a comportamientos inaceptables; de profesionales implicados que dejan su vida en pro del desarrollo integral de su alumnado; de familias preocupadas por el crecimiento equilibrado de sus hijos e hijas y un largo etcétera. Argumentos que describen un panorama delicado y aluden a la responsabilidad social, compartida, como elementos básicos de sensibilización y prevención de estas conductas. Pero, ¿cómo hemos llegado a esto?
Antonio R. Chamorro, educador social y pedagogo, describe cómo ha cambiado el panorama de los centros educativos hasta el punto de alterar el orden del miedo. Antes (le he oído decir en muchas de sus conferencias) los niños tenían miedo de sus padres y, los padres, miedo del profesorado. Ahora, el profesorado tiene miedo de los padres y, los padres, de los hijos.
Isabel López, especialista en orientación sistémica, también subraya cómo es una cuestión de corresponsabilidad en la que el conjunto de la sociedad debe tomar medidas urgentes para dar un giro. Hay mucha carga negativa en los y las chavalas. Efectivamente hay violencia de intensidad sostenida por todos los agentes (así puede observarse, por ejemplo, en los pasillos) y es por la masificación, el modelo de olla a presión de la educación.
Es evidente que la Administración pública también está al tanto de esta situación. De hecho, este mismo curso entra en vigor el reconocimiento de la figura del coordinador de convivencia y bienestar en los centros educativos. También hace fuertes apuestas, como la estrategia territorial de convivencia que lleva a cabo el Ayuntamiento de Alcalá de Guadaíra en colaboración con la Asociación Albores a través de la implantación del Proyecto RAP/ALA de promoción del buen trato y educación en valores del territorio.
El Proyecto RAP/ALA incluye la figura de profesionales de la educación especializados en conducta y convivencia educativa, que, a tiempo completo, se posicionan al servicio de equipos docentes y directivos de los centros para velar por la promoción y desarrollo de la cultura de la paz, de una educación en valores que contempla los conflictos como una oportunidad para educar.
El Proyecto RAP/ALA se traduce en el día a día en varias estrategias educativas para la promoción de la convivencia armónica. En primera instancia, ofrece un aula alternativa a la expulsión fuera del centro educativo, donde el alumnado disruptivo debe acudir para abordar de manera individual un trabajo de conocimiento del conflicto (motivos que lo suscitan, causas que lo provocan, agentes implicados…) y restauración del mismo. Además, es imprescindible contar con el firme compromiso de la familia como agente activo en esta resolución, quienes también acuden a sesiones de Encuentro familiar con el firme propósito de conectar ambos espacios: el escolar y el familiar.
Aunque, quizás, la importancia que se otorga al grupo (a adolescentes y jóvenes, a los grupos-clase) sea la baza más poderosa que pone en práctica esta estrategia educativa. Necesitamos empoderar a nuestro alumnado en el reconocimiento y puesta en valor de relaciones interpersonales basadas en el respeto mutuo y, para ello, trabajamos antes, durante y después de la expulsión del alumnado que manifiesta conductas más disruptivas. De alguna manera, reconocer aquello de que, «aunque un menor manifieste la conducta violenta, su efecto negativo lo sufre el aula y el centro entero».
Todos los esfuerzos son pocos para la magnitud que describimos. Necesitamos que estas estrategias vayan acompañadas de un cambio de mirada hacia la promoción del bien tratar, de espacios educativos donde primen los refuerzos positivos, donde las manifestaciones de afecto y respeto no den pudor y donde el reconocimiento al logro esté muy por encima de los resultados académicos. Y, esto, sin duda, es tarea de todos a través de la herramienta más poderosa del ser humano: la educación.
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