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montero y pedro

Susana Díaz, Pedro Sánchez y María Jesús Montero.

Historia, Opinión, Política

Cuando Gilgamesh dijo «no es no»

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Cuando Gilgamesh, rey de Uruk, volvió de su viaje en busca de la inmortalidad, recordó los largos días en que aún no era nada, ni nadie. Era aún el olvidado de la historia. Era cuando aún no se había escrito en tablillas su leyenda. Eran los terribles días en los que la diosa Innana se había enamorado de su cuerpo, que no de su alma. Eran los días en los que su juventud miraba las noches profundas donde poseía a las más bellas mujeres. Eran los días en que el consejo de la ciudad le había proclamado rey de los cuatro lugares

De su padre Lugalbanda había heredado la capacidad superior de luchar como un dios, no como un hombre. De su madre, la diosa Ninsúm, heredó la capacidad de amar y de crear con su mente. Creció lejos de Uruk antes de que la rueda de la vida lo llevara a la orilla de los templos donde los dioses vivían, porque estos, en esa época, habían bajado de las estrellas a vivir entre los hombres. El dios Enki lo consideraba como un hermano, como un enviado del cielo en la Tierra, mientras que su hermano, el dios Enlil, lo tenía en la más alta de las estimas.

Innana era la diosa del Sur. Venía de gobernar 40 años con mano de hierro la última ciudad antes de llegar al mar, donde los juncos se hacían parte del viento y donde los hombres perdían la memoria de la vida. La diosa había construido su tempo en un prado, sobre un antiguo palacio donde se formaban los sacerdotes que servían al divino Enki. Descansaba su trono con un hombre del que se había enamorado pero que carecía de recursos, conocido en las tabernas de todo el Sur como el Tieso, en esas tabernas donde se degustaba la cerveza más antigua, y con el que tuvo dos hijos a los que despojó de su divinidad para hacerlos hombres.

Pero la diosa empezó a envidiar la fama de Gilgamesh, aunque lo amaba. El pueblo de Sumer lo quería por encima de muchos dioses y en la antigua, venerable y noble ciudad de Uruk lo habían nombrado rey. Ella miraba al norte con anhelo, con deseo de ser amada de igual forma entre los hombres. Y partió al Norte por el valle donde hasta los perros se despeñaban. Su ejército personal estaba formado de aduladores y de falsos profetas, y su corte estaba llena de reptadores que conseguían los cargos con sobornos. Pero por allí por donde pasaba en su camino le cerraban todas las puertas para que no entrara.

Acusado de sacrilegio real

Llegó a la imponente muralla que hizo con sus propias manos el hijo de Lugalbanda y de la diosa Ninsúm, Gilgamesh, y lo llamó a voces para que acudiera a su presencia. Pero este ni fue ni apareció. Enojada, la diosa Inanna convocó al comité de la ciudad, que no al consejo, y lo llenó de adeptos y de adoradores de los templos que le eran favorables. Allí lo acusó de despreciar a los dioses y de sacrilegio real. De no seguir las órdenes de los seres supremos que gobiernan el cosmos y de traicionar su voluntad. Durante su intervención, el murmullo de los presentes iba en aumento. Nunca nadie había acusado antes de traicionar a los dioses a un rey de Uruk.

La diosa acudió a sus padres, a sus hermanos y hermanas, y entonces la diosa Aruru decidió crear una criatura capaz de vencer en combate al gran rey tras el discurso conocido como «no es no» y creó del barro a Enkidu. Pero Gilgamesh lo venció en combate y se hicieron amigos. Desde entonces combatieron juntos y la extraña criatura convenció al gran rey de Uruk de presentarse ante los templos de los dioses y convocar la asamblea del pueblo. Allí habló de que el pueblo era soberano, que los dioses no gobernaban en su propio nombre, sino en el capricho de sus hijas malcriadas como Inanna. Y el pueblo le hizo caso, lo proclamó su rey eterno y le profesó su amor por encima de la diosa.

Derrotado y muerto el gigante de Humbaba, los dioses castigaron a los hombres enviando enfermedades y pandemias una tras otra hasta que Enkidu murió

Enkidu y Gilgamesh caminaron juntos a la batalla contra Humbaba, el mítico animal que era el guardián de los bosques de los cedros, en la tierra de los vivos, donde habitaban los dioses. Derrotado y muerto el gigante de Humbaba, los dioses castigaron a los hombres enviando enfermedades y pandemias una tras otra hasta que Enkidu murió. Gilgamesh lloró durante cuarenta días y cuarenta noches a su amigo, desterró a la diosa de su vida y le dijo que, si pudiera, le arrancaría las entrañas. Proclamó proscrita a la diosa de la eterna ciudad de Uruk. En sus largas noches de llanto, el rey de Uruk tomó conciencia de la muerte del hombre y escuchó en el templo que había en la Tierra un inmortal al que llamaban Utnapíshtim.

Y partió en largo viaje en busca de la inmortalidad. Pero antes reunió al consejo de gobierno de Uruk y nombró secretarios, secretarias y sucesores por si no volvía. Nombró a una hermana de la diosa Inanna como su reina, como su número dos. Intentando con este nombramiento insultar a la diosa que lo había querido defenestrar ante su pueblo por decir «no es no». Tras los nombramientos, la asamblea del pueblo decidió enviar a la diosa Inanna al Senado, donde los dioses descansan por toda la eternidad, en un paraíso donde no falta de nada y donde la cerveza era la fuente de toda vida.


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Un comentario

  1. José Ramón Talero Islán

    Verdaderamente extraordinario…,el recrearse en la historia y en la mitología hace que sus escritos estén llenos de sabiduría con ese arte comparativo que tiene y desarrolla con lo que nos está ocurriendo en nuestra sociedad… felicidades y saludos cordiales

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