Miedo. Miedo a los otros. Miedo a los que nos gobiernan, porque tienen la sartén pringosa por el mango y se les puede caer en cualquier momento. El aceite está hirviendo y, si cae, nunca se sabe a quién va a mutilar los poros de la piel
Caes una y otra vez en el error de confiar en el ser humano y, una y otra vez, la realidad te pega un guantazo a lo Bud Spencer. En las películas del gran barbudo y su amigo Terence Hill (de nacimiento Mario Girotti) había suciedad, porque la moda en los años 60 era el western realista y los que le llamaban Trinidad pisaban hormigas y se encontraban con alacranes por el desierto de Tabernas. Escupían al suelo, porque no se acordaban ya de la gripe española y tampoco podían imaginar algo tan retorcido como el coronavirus de ahora.
Sensación de vivir y poder morir. Queda tan poco tiempo para ser normal, pero tanto para lograr el abrazo verdadero… Las hormigas siguen minuciosamente trabajando en equipo para sobrevivir, un ejército minúsculo con un objetivo ingente. Ellas, con tiempo, son capaces de carcomer todo lo que se les ponga por delante, como hace el ser humano con la debilidad del prójimo.
Fiestas rave que ponen de relieve una rebeldía mal entendida. El enfermo de UCI que escucha de fondo el chunda chunda de la Fiesta de la Primavera sin mascarilla. Cumpleaños multitudinarios a prueba de multas, a prueba de solidaridad y a prueba de vergüenza ajena. Cuerpos que se tiran al río Ganges como si fueran escoria. Médicos que imploran concienciación y reciben hostias en forma de rebeldía adolescente y no tan adolescente. Políticos cínicos que tratan de tapar con vacunas la incompetencia de todo un año. Un último baile con mascarilla, con moscas penetrando por las cuencas de nuestros ojos y hormigas recorriéndonos la espina dorsal hasta llegar al cerebelo. Ellas sí saben lo que hacen, no sienten miedo ni angustia ni se arrugan porque un gigante se salte la distancia social para pisarles las antenas.
Cucarachas confinadas
Es la era del egoísmo. Ya lo era antes de esta era. Si miras con el rabillo del ojo al cuervo que pica el globo ocular de la autoridad sanitaria, te salen alas negras. La necedad impera en la especie más evolucionada mientras los jabalíes añoran aquellos días en los que campaban a sus anchas por las calles de la ciudad. Éramos tan felices cuando las cucarachas, que no conocen conceptos como responsabilidad o sentido común, se escondían en las casas y no podían asustar a nadie con su insolente desnudez procovid…
Te entran ganas de hacerte un ovillo en la cama, porque te has convertido en un descreído de la humanidad. Pero sacas fuerzas de flaqueza y buscas lugares comunes en tu pensamiento: un hermano que te leía cómics de El guerrero del antifaz; una hermana que bajaba al quiosco a las tres menos diez de la tarde para comprarte Triskys; una madre que te hacía una y otra vez tus comidas favoritas; un padre que te traía la revista de cine Visión 3 todos los viernes por la noche; un amigo que te llamaba por el portero para jugar un uno contra uno a baloncesto en una caja de cartón; ese maestro que te enseñaba Sociales con anécdotas divertidas; aquel amor forjado a golpe de tiro de tres y forcejeo bajo los aros que sigue floreciente; una sonrisa que ilumina tus noches de toque de queda; un primo que te abre su corazón y sabes que ese latido sonará con fuerza por siempre, que podrás escucharlo en Dolby Surround en tus momentos más oscuros; las decisiones tomadas que, con perspectiva, forman esa escalera vital que te lleva justo al instante actual y tantos y tantos fotogramas retenidos en la materia gris para colorear la realidad de un verde esperanza a pesar de todo.
El árbol de la vida
Como las hormigas, debemos seguir empujando. Tenemos que ser más fuertes que los orcos que insisten en no leer las noticias negativas, pero muy reales, de muertes e ingresos UCI. Bosé debe ser solo una marca de altavoces para cantar con fuerza un anhelo muy concreto: como las hormigas, trabajemos en equipo para salir de esta. Hormigas suben al árbol, además de ser un plato de la gastronomía china (donde empezó todo), encaja como metáfora perfecta de lo que hay que hacer cuando nuestros miedos afloran por el comportamiento execrable de esos ridículos mosquitos que se lanzan a la luz ultravioleta como kamikazes adrenalínicos: súbanse al árbol de la vida, de la perseverancia, del arraigo, de los recuerdos reconfortantes, del presente y el futuro ilusionante que ya se atisba. Súbanse a ese tronco milenario de la paz, la filosofía y la historia de un pueblo que ha logrado maravillas inconcebibles. Ceder, estar, permanecer, comprender, aguantar, liberar, preguntar, escuchar, cambiar, perdonar, amar… Verbos que encierran evoluciones. Súbanse a ese tallo, porque las raíces de ese milagro arbóreo son las manos de un niño, la mirada inocente de esa pequeña que simplifica la existencia, que acerca universos y mueve constelaciones.
La abuela mira por la ventana y sonríe. Los insectos que llevaban años asediando su cocina parece que se han ido definitivamente. A lo lejos, el viejo roble ilumina la pradera. Los pájaros cantan y el sol resurge resplandeciente tras la larga y cruda tormenta.
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