Estamos en Semana Santa y mucha gente huye del lugar en el que vive sin saber por qué lo hace
Personas que asocian el descanso con el viaje, como si en el hecho de desplazarse de un lugar a otro nuestro cuerpo y nuestra mente fueran masajeados por esos lugares de paso. Lugares que, por tanto, no se quedan en nosotros, pues el adicto al viaje lo único que quiere es desconectar de su realidad. Da igual dónde se esté, mientras no sea en la rutina, y no se dan cuenta de que no hay rutina como viajar en cuanto se tienen unos días libres. Viajar con la idea de olvidar. Levantarse y que las vistas que se ven por la ventana no den a madrugón, atasco y a pensamientos suicidas.
Y hablando de pensamientos suicidas, uno nunca se ha tomado muy en serio los que haya podido tener en un momento donde fantasease con algo donde la gracia sólo se la puede ver el que logra verle el sentido a esto que hacemos en este mundo. Pero lo que tengo claro es que, si tuviera que provocarme los pensamientos suicidas, lo haría llevando a mi mente a un momento donde me veo casado, con tres niños pequeños y un montón de maletas en un coche con destino a la Manga del Mar Menor.
El suplicio no acabaría en el viaje. Una vez llegado al destino, habría que subir los muchos equipajes hasta el apartamento. Después, abrir esas maletas y ordenar cada cosa en su sitio. Ese primer día para un servidor de ustedes sería algo parecido al peor castigo que podría sufrir y resulta que muchas personas me quieren hacer creer que son vacaciones y bienestar. Por favor señores, vayan a mentir a los que están en su misma condición, pero los que no hemos querido pasar por ese aro no nos chupamos el dedo. Preferimos antes chupar la pared de una celda y compartirla con el carnicero de Milwaukee. Prefiero una muerte violenta, rápida y limpia, que una vida lenta y de dolor extremo en el que tres o cuatro veces al año me voy con mi querida familia mientras espero a que llegue mi San Martín. Vida cerda donde el jamón se lo comen los que intentan evitarse sufrimientos en una vida donde no sueles poder elegir los que tienes.
Viajar no hace que tu vida desaparezca. Tu vida sigue en el mismo sitio. Con los mismos problemas y frustraciones. Con las mismas ilusiones y objetivos que quieres cumplir. Con la misma nada que nos abre los ojos por las mañanas y que nos los cierra por las noches. A mí me encantaría que los que os vais de vacaciones en cuanto tenéis una oportunidad, lo hicierais para siempre. Ambas partes estaríamos contentas. Podría olvidar que volveréis tarde o temprano. Más temprano que tarde para vuestra desgracia, pero también para la mía.
Nada estresa y provoca menos libertad que un viaje hacia ninguna parte. La vida descansada no puede ser un teatrillo ni una mala película. Eso el gran Fernando Fernán Gómez lo sabía. Él decía que trabajaba por necesidad, pero que se veía sin hacer nada si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Si se dedicó a su profesión es porque no le quedó otra. Y el viaje se ha convertido para muchos en una parte más de su vida no elegida. Hacerlo porque lo hacen los demás. Para que no piensen que no puedo hacerlo por motivos económicos o de otra índole. En definitiva, para que los dejen tranquilos. Quiero pensar que muchos de los que salen raudos en sus coches o con sus billetes de autobús, tren o avión en sus manos, lo hagan para que les dejen tranquilos los demás, es decir, la sociedad.
Uno solo entiende el viaje, y en parte, en verano, cuando se tiene un mes por delante para poder hacerlo de manera inteligente. Una en la que da tiempo a recuperarse de él. Pero irse de vacaciones dos, tres, cuatro, o cinco días, donde el primero es el viaje de ida y el último el de vuelta, es algo que, menos descansar, se puede llamar de la manera que ustedes quieran. Si se fueran solos aún les compensarían esos días, o como mucho con un amigo o una pareja que todavía no se haya desenamorado de usted por falta de tiempo. Por cierto, este tipo de viajes son ideales para perder amistades y tu presunta pareja decida dejar de serlo en cuanto vuelva a su hogar ideal, la soltería.
Las ciudades están más bonitas cuando se vacían gracias a la gente que se va de vacaciones. La lástima es que son sustituidos por unos malos suplentes, una especie de Mariano o Hazard a los que se les entiende lo mismo que a los otros con los pies. Son los llamados turistas, que nos recuerdan el papel que han ido a hacer nuestros vecinos a esos lugares para, en un principio, dejarnos tranquilos. Pues no. Los turistas llegan con su indumentaria titular. La elegancia, cómo no, brilla por su ausencia. Llevan sombreros donde pueden cobijarse fácilmente cuatro o cinco personas. Sandalias con o sin calcetines. Ellas llevan vestidos con estampados diseñados por ciegos y siempre a juego con el moreno sonrosado típico que lucen también en muchas pocilgas en los veranos. Beben mucho. Me refiero a nuestros vecinos cuando van a otra ciudad. Los otros directamente se ahogan en el mar de nuestros bares patrios.
Lo malo es que esta semana pasará para todos y la rutina, por distintas razones, volverá a colocarnos en nuestro sitio. El mismo. El de siempre. Todos sabemos lo que tenemos que hacer. Y lo que es peor, todos sabemos lo que vamos a hacer. La semana de vacaciones se olvidará como todas las anteriores. Como lo haremos con la siguiente a esta. Todas las semanas se parecen como lo hacen las familias que son felices.
Tolstoi escribió para que viajáramos únicamente por sus palabras. Que son precisamente las que no viajan en este tipo de días festivos, para hacerlo aún más evidente. Pensar que la felicidad está ahí fuera sí que es un Expediente X. Yo tampoco soy feliz, pero por lo menos aprovecho esos días para mimar mi descontento, acariciar mis quebrantos y masajear mis ilusiones a estrenar. Y no hay sitio como la casa de uno para llevarlas a cabo. Que toda la vida es sueño, y los viajes, sueños son.
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