Hace ya 25 años de un pequeño libro de Johannes Vilar, ‘Antropología del dolor’ (Eunsa, 1998), donde habla muy bien de los fenómenos interiores que conlleva: «El fastidio que es consumirse por dentro y una cierta agresividad en el exterior y, al ser una respuesta impotente, lleva al resentimiento»
El dolor nos lleva al límite y ahí se purifica el egoísmo, deseo de poder y necesidad de estimación; aparece una aflicción que es ausencia de plenitud y de sentido de la vida, un vacío del ya-no-ser y algunas sombras que cierran el horizonte; y una cierta tristeza, abatimiento, desaliento, corazón oprimido, a veces sólo queda la «noche, oscuridad, cosas, vallas, sueños pesados» (Ionesco), aparece la amargura, o el desprecio de sí; o la melancolía.
El cuerpo se vuelve lento y los pensamientos sombríos y se nos ofrece cierta tendencia hacia el placer creyendo que es alegría: «La voluntad de placer aparece en el plan del hombre sólo cuando su voluntad de sentido se encuentra vacía» (V. Frankl). Al menos en ocasiones, aquello que buscamos se desvanece cuando esperábamos atraparlo. Y las respuestas al dolor por vías falsas del placer pueden generar neurosis, angustias, al no saber qué actitud tomar ante un mundo que quizá nos era familiar y ahora se vuelve extraño e inhóspito. Parece que las cosas «no casan las piezas». También se somatizan los sufrimientos y hay cefaleas cuya causa se debe a insatisfacciones e inadaptaciones en el mundo familiar, social, profesional que las rodea.
Pero, en medio del dolor, puede aparecer la alegría en lo más íntimo del fondo vital humano, que proyecta una luz sobre las percepciones, pensamientos y afectos. Cuando afrontamos el dolor sin evasión, «la capacidad de sufrir no es inmediatamente asequible, sino que tiene que ser conquistada con esfuerzo de autocreación. Aquí se impone la tarea de forjar la propia personalidad y es la actitud el resorte que rige a la persona».
Lo mismo asciende a uno y hunde a otro, es gloria o ruina, santidad o desesperación, abandono en Dios o incredulidad, misterio o absurdo, ventana hacia la trascendencia o instrospección morbosa: «La tristeza humana, del dolor de vivir, del miedo a morir… de nuestra sed de lo absoluto” (Ionesco).
El dolor es el precio por la vida (Journet), cada enfermedad es una purificación, cada crisis una oportunidad. «Los hombres se niegan a aprender los jeroglíficos de su enfermedad… Ahí radica su verdadera incurabilidad, en la falta de querer conocer» (C. Morgenstern). Nos gusta evitar cualquier sufrimiento, pero no contamos con que es un aprendizaje para la evolución y la madurez. Quien huye de este aprendizaje «no conoce lo más sublime de la vida. No estoy dispuesto a abandonar el dolor, porque entonces abandonaría lo divino» (A. Stifter). Deja huella en el alma: «Sufrir pasa; haber sufrido no pasa jamás» (L. Bloy).
Recordaba una paciente que «el que pisa su sufrimiento se eleva» (Hölderlin), ante la muerte de su marido le acrecentó los recuerdos con él, y eso «justifica todo momento de mi existencia»; se dice que el dolor es como el golpe del cincel en la piedra, que permite al divino artista sacar de nosotros lo que sobra y esculpir una obra maestra; una madurez en unidad de pensamientos, afectos y actuaciones, con flexibilidad y perseverancia a la vez…
«Si la madurez significa unidad e integración, es lógico que el camino que a ella conduce sea la difícil armonización de los elementos más dispares que suministra la experiencia humana: hasta tanto estos elementos no lleguen a integrarse mutuamente podemos decir que un hombre sabe muchas cosas, pero no de tal modo que este saber le haga sabio» (José Luis Soria).
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