Hoy he decidido escribir algo que tampoco sé cómo va a terminar. No hay que hacer planes ni buscar la validación de los demás. Hay que hacer cosas. En mi caso, escribir. No saber hacia dónde voy es lo que ha hecho que sea consciente de mi sentido de la orientación. En la huida hacia delante todo va cogiendo un significado completo
Hoy he desayunado un pincho de tortilla y un café que no sabía de su condición. Un barro líquido y un sólido engrudo que raspaba mi lengua y la llenaba de una arena propia de una playa empedrada. Mi paladar estaba incómodo, como el de Feijóo cuando le nombran a Vox y se le indigesta toda una comunidad autónoma. Castilla y León no tiene mar donde disfrutar en un barquito de la compañía de un empresario del sector de la droguería y otras limpiezas nasales. Tengo que decir que la tortilla estaba buena, poco hecha, como el sol de esta mañana, con su luz tan cara de conseguir, y que comparte timidez con las pocas ganas de Pedro Sánchez de dar explicaciones por su escandaloso precio.
Uno sale desayunado y pesaroso del establecimiento. Queda demasiado día como para ser consciente de que su final se encuentra más allá de su horizonte. Este Madrid donde vivo me acompaña en mi caminar a cámara lenta, una tortuga se posa en mis ojos y su caparazón es la textura de la que está hecha la realidad. El decorado apenas cambia. La gente va de un lado a otro buscando algo que sus ojos ensangrentados desconocen. Todos los que aquí vivimos tenemos una herida en la mirada. Una cicatriz líquida que atraviesa nuestro rostro dibujado por un pintor que coge los pinceles con la boca y nos escupe con ellos. Madrid está llena de caminos hechos por nuestras huellas invisibles. Eso sí, la ciudad está llena de boquetes, agujeros y calles repletas de obras a medio hacer. Deberían restaurarnos a nosotros y no a un mobiliario urbano harto de nosotros, como no puede ser de otra manera.
Dejemos a la ciudad en paz
Dejemos a la ciudad en paz. Cuidemos nuestros cuerpos. Que se tumben sobre Madrid hasta olvidar que debajo hay unas edificaciones centenarias. Llenar la ciudad de piel, pelo, dientes y huesos. Que tapen los semáforos y las carreteras, que el caos esté hecho de nuestras vísceras y nuestros flujos corporales.
Ojalá no tuviéramos a donde ir, solo a nosotros mismos. Pisotearnos situando nuestra alma en los pies, masajearnos con ellos, saltarnos, escalarnos y resbalar sobre nosotros mismos hasta caer unos encima de otros. Una caída corpórea. No quiero ver nada que no esté hecho por nuestros cuerpos. Que en la calle Génova, el edificio del Partido Popular, tenga adherida a esa piel metálica los cuerpos muertos en servicio de Pablo Casado, el aceitunero o Esperanza Aguirre. Que en la calle Ferraz, el estómago agradecido de Felipe González se estire todo lo que dé de sí para tapar tantas vergüenzas como las perpetradas por el Partido Socialista.
Madrid es una ciudad maravillosa cuando la gente sale en búsqueda de lo desconocido. Ya nadie quiere nada en concreto, solo que no se lo quiten. Hay una búsqueda del sueño, tanto con los ojos abiertos como cerrados. Un estado de semiconsciencia donde darse cuenta de nuestra existencia, pero no demasiado tiempo. Madrid es una constante maniobra de evasión. Querer tocar el olvido de lo que somos y solo recordar lo que queremos ser. Y mientras tanto dormir, soñar, beber y comer. Hay otros placeres de la carne, pero necesitan de una intendencia cada vez más robótica, para seres como yo, cada vez más sensibles a según qué actitudes y pieles metálicas.
Una vez hecha la digestión de la tortilla, y con el café centrifugando en mis tripas más sucias que de costumbre, es el momento de limpiar el ambiente. Son poco más de las once de la mañana, pero ya va siendo hora de volver a casa. Nada más nítido ni bonito que ver unas paredes cada vez más carcelarias. Imagino lo que sucede fuera y cada día llego a los mismos lugares y conclusiones. No hay futuro ni para el punk ni para los Sex Pistols, grupo de gatillazo perenne y capitalista. No es la Historia lo que se repite, sino este presente continuo, que se agarra a tu cuello en su bucle ajustado a su contorno.
Abro la ventana de mi habitación y veo cómo algunas personas entran a la cafetería donde he desayunado. Me apenan un poco. Pero también les envidio en cierta medida. Nuestros automatismos nos acercan, pero la línea temporal nos separa y hace que ellos tengan por delante la parte del día más distinta e interesante de las demás. Aunque como seres de costumbres, nos crucemos en la calle y en la cafetería con las mismas personas y haciendo las mismas cosas. Solo cambia la ropa en los más presumidos y a los que les funciona la lavadora. Cuando salgan también querrán ir a sus casas, pues saben que no hay nada más qué hacer. Nada útil. Otra cosa son las necesidades que nos han impuesto.
Después del desayuno la cuesta abajo es evidente. Pero puede que no tengan a nadie como yo, para que les observen mientras lo hacen. Y esa es la soledad más profunda, la que no nos acompaña al volver a la nada dominante. Lo que pasa entre ese café y la vuelta a casa es lo único que tiene sentido. En ese pequeño viaje de vuelta todo puede ocurrir, aunque sean escasos metros y ni siquiera haya que cruzar la calle. En esos segundos azarosos sé que existo. El resto es puro trámite vital.
La Nada y el Azar se encuentran.
El tiempo se va en nada.
Sólo compartimos el silencio.
Solos andamos.