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Quique San Francisco, en una de sus intervenciones en 'El club de la comedia'. / LA SEXTA

Cultura, Opinión

Quique San Francisco: adiós al mejor rostro borrado por el humo

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Fue nuestro feo oficial, los ojos más saltones de la noche, la rana de todas las barras, la risa como cacharrería urbana, rostro borrado por el humo, escudo de flequillo por épocas, no cara sino mapa, los huesos marcados como la mejor danza macabra

Bailó con la rubia (la cerveza) hasta los 65 palos. Echar la vista atrás era asistir a combates con la grifa, tarde de billares con los Flores (Lolita y Antonio), papel albal y jeringuillas, un mundo que supo dejar atrás por su madre, quien le dijo: «Si tienes huevos suicídate, porque así me estás matando a mí». Fue nuestro secundario de lujo, a la manera de Sazatornil o Manuel Aleixandre, que con dos o tres minutos conquistaba a todas las butacas y quedaba impreso en la memoria más serio que un infarto. Muy grande, gigante.

Hizo el mejor cine quinqui, por Eloy de la Iglesia, con todos aquellos delincuentes tipo El Jaro, tipo José Luis Manzano, a los que una escopeta recortada los quitaba rápido de fumar. “¿Tenéis dinero?”, preguntaba El Pescaílla, marido de Lola Flores, a Antonio Flores y él: “Hombre sin dinero, bulto sospechoso”. Los Flores fueron su familia hasta el último estertor: todas las nocheviejas era invitado a casa de Rosario, quien se rió mucho con él en los orígenes, el humor como la búsqueda toda de la mujer, pero cuando tocó hacer de madre, mejor emprender otro viaje, porque las madres siempre son las primeras dañadas en toda caída seria a los infiernos. Fue una camiseta de tirantes rota, unos vaqueros altos y muy ajustados, donde se marcase mucho el paquete, y una labia Madriles, castiza y chula, aromada de navajas altas.

Llagaba a los teatros, subía a los escenarios sin guión y todo el mundo se tronchaba de la risa. Mucho talento hay que tener para eso. Era el español por antonomasia, el sátiro al fondo de la barra, cañita y doble de cerveza, unos ojos muy azules y un flequillo muy escéptico para con lo que ocurre al otro lado de la muralla, la puta calle.

Los ojos fueron haciéndose saltones a medida que comer era otra forma de pensar, mejor dejarlo, porque no hay mayor sermón que una sobremesa, y las pupilas pasaron de contar el polvo de los ángeles a las monedas en el bolso de la simple supervivencia. Quedó sin casa, por voluntad propia, porque supo entregarla antes de que vinieran a buscarla, y pasó a vivir en un apartahotel en Pinto, el Princesa de Éboli, a cinco mil pavos mensuales, lo que es toda una venganza a los odiadores profesionales, algo descubierto en Fernán-Gómez: devolver el golpe sin mover un solo músculo del jeto.

Los bohemios de la Plaza de Chueca decían que era más feo que El Fary chupando un limón, lo recuerdo bien. Pero nunca un feo oficial o popular ligó tanto. Curtido en las pensiones, de la que vino muy jovencito a conocer a su padre, Vicente Haro, pope del cine, y Juan Diego hizo milagros para que solo durmiera un día en la calle, lo que es hazaña en Madrid, supo de qué iba la vida.

Salió de la droga a la manera de Cervantes, encierro y vocabulario. Encierro para que el pico no pida alpiste, y vocabulario porque un actor sin saber expresarse está muerto. A partir de ahí, construía novelas con una sola palabra: cuando decía lamentable, por ejemplo, frente a una adversidad o tragicomedia, la gente lloraba lágrimas como melones sin posible retroceso. Rogelio Enrique San Francisco, apellido de padrastro, que era el que le ponían a los expósitos de padre y madre, entre la apología permanente al delincuente y la grandeza del pícaro. Mucha rubia, mucha caña, con el tiempo menos alcoholes pesados, ligero de equipaje, una sonrisa que baila, unos pulmones con sabor a metal, óxido y batería, músico por boca de metro, cuentacuentos, el jefe de todas las tascas, una forma de pedir tabaco profesional.

Fue una melena de viento al que los maderos no supieron hacer la raya, unos playeros muy sucios que por eso corrían más, una camisa de tirantes con mucho olor a coño y mujeres ricas, una sonrisa torcida con dejo castizo, que evita en toda situación ese palo imprevisto, ese atraco a las tres, donde la plena luz del día también conspira para ello mientras todas las esquinas se doblan. La vida era otro talego, otro hospital, donde lo que importa, lo crucial es cambiar siempre de cama, a la manera de Baudelaire, no estarse quieto ni dormido, porque a la suerte se la coge por la cola en una finta de héroe inquieto muy nervioso.

Llegó a lo máximo que se puede llegar, en la escuela de Fernando Fernán-Gómez, a cómico. Risas a las duras y a las maduras, trabajo de viento, la noche siempre acercándose al ojo del huracán y la pugna personal por evitarlo, tirar atrás, dominar las bridas. Parece un actor de cinco minutos, de reparto que se decía antes para evitar lo de secundario, y se hizo más famoso y amado por la gente que el que llevaba cien folios seguidos a pelo. Mucho talento hay que tener para ello.

Se fue, entre paréntesis, sin querer irse, porque mientras no cierren los bares merece la pena seguir en este valle de lágrimas. Tuvo amigos amnésicos, deudas permanentes, amantes serias que conocieron la risa y casas de otros donde dormir mejor que en la de uno. Ajeno a vanidades, supo hacer del descampado tecnológico presente otra verbena donde derrapar con el buga de sí mismo. Un clásico. El hombre, con una pizza y otro doble de cerveza, tiene la paz del ingenio, porque la idea, el ingenio, el sello como autoría personal, solo eso requiere: paz. Nadie como él sacó tanto brillo a los errores para lucirlos sin repetirse: lo nuevo es siempre lo bueno del repertorio, como dicen los libros universitarios. Amén.


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