Hace algo más de veinte años, y siendo yo ya algo talludito, fui al cine a ver ‘Star Wars: Episodio I-La amenaza fantasma’. En uno de los varios clímax de esa infantil pero entretenidilla película escuché una frase, una admonición que me resultó perturbadora: «No pienses, siente», dicha nada menos que por el avezado y sabio maestro al joven discípulo. No sé si había oído ese consejo antes, pero definitivamente lo he escuchado después un millón de veces
Las emociones son cruciales, qué duda cabe. O mejor, vitales -en más de un sentido. Son también un básico elemento diferenciador: nuestra variedad e intensidad emocional superan con mucho a la de cualquier otro bicho, y no me parece erróneo reivindicarlas. O mejor, educarlas. Siempre explico que somos el homo demens, y tengo especial simpatía a la consideración del humano como homo ludens, pero… Pero no nos vengamos arriba: son las emociones, y no el pensamiento, las que te llevan a romperle el cráneo a tu vecino o a invadir Polonia.
A mí me da que esta moda de sobrevalorar nuestro componente emocional, más allá de algún panfleto new age o de alguna película de Bruce Lee, debe mucho al éxito que tuvo a mediados de los noventa el concepto de inteligencia emocional. De la noche a la mañana se desterró la vieja idea que asociaba la inteligencia al raciocinio y al cálculo y se nos inculcó que lo importante, lo que debiera definir nuestro valor y mérito, era la gestión de las emociones y la forma en que nos relacionamos -emocionalmente, por supuesto- con los demás.
Tradicionalmente, el ser humano fue definido, al menos desde Aristóteles, como el animal racional. Eran nuestro intelecto y razón, nuestra capacidad de generar y procesar ideas, y luego asociarlas en procesos de inferencia, lo que nos elevaba a infinita altura sobre las bestias, que solo eran capaces de sentir sus necesidades básicas y reaccionar a ellas. Era el raciocinio el que nos había permitido plantear hipótesis, someterlas a examen y encontrar soluciones a nuestros desafíos. Era el raciocinio el que nos había permitido salir de las cavernas e inventar y crear un mundo a nuestra imagen.
Rascarte cuando te pica un mosquito
Este cuadro ha sido matizado -no desterrado- por etólogos y sociobiólogos en las últimas décadas, principalmente destacando el presunto carácter genético de algunas de nuestras tendencias, como el altruismo. Seríamos altruistas, esto es, amaríamos y defenderíamos a nuestra prole y compartiríamos con los nuestros porque nos convenía como estrategia evolutiva. Pero esto es quitarle valor a las emociones mismas: las sitúa casi en el plano de meros automatismos, como el rascarte cuando te pica un mosquito. Y no explica u oculta que las emociones negativas, no menos frecuentes, tendrían el mismo fundamento.
Noto que la sobrevaloración de nuestras emociones tiene hoy un predicamento amplísimo: estamos orgullosos de ellas, no hay que arrepentirse jamás de tenerlas, las usamos para justificarnos en mil circunstancias y consideramos que no hay que ocultarlas sino potenciarlas
Noto que la sobrevaloración de nuestras emociones tiene hoy un predicamento amplísimo: estamos orgullosos de ellas, no hay que arrepentirse jamás de tenerlas, las usamos para justificarnos en mil circunstancias y consideramos que no hay que ocultarlas sino potenciarlas. Y de paso el peor asesino es siempre frío y calculador. Justo el paradigma contrario del imperante hasta un siglo atrás. A mí esto casi me da miedo. Primero, porque es señal de pereza: la inmediata emoción es más fácil que el elaborado, mediato pensamiento. Luego, porque es peligroso: actuar o hablar sin pensar, al albur de la coyuntura emocional de cada cual, propende a excesos y desvaríos. Y por último, y a diferencia del pensamiento, porque las emociones no admiten el error; no puedo decir que me equivoqué al sentir como sí lo hago al razonar o concluir, porque mis emociones fueron en efecto tales o cuales. Y así justifico cualquier conducta nacida de la emoción y limitada a ella.
Lo paradójico del asunto es que observo que la mayoría de las personas no se fía de las emociones, al menos de las emociones de los demás. Cuando pregunto a adolescentes, me responden espontáneamente que la gente es mala (al modo hobbesiano, esto es, tienen tendencias emocionales negativas, egoístas o violentas) y que Rousseau, con su confianza en la bondad natural humana, era un pardillo. Únase a esto que, si se les pregunta qué temerían más de un robot, te dicen que sería el hecho de que tuviera emociones porque, en ese caso, indefectiblemente querría asesinarnos a todos y dominar el mundo. La idea de que piense y razone les parece utilísima, pero que sea parecido a nosotros, con nuestras habitualmente perversas emociones, les resulta aterrador. Antes, la clave para que la inteligencia artificial fuera equiparable a la humana era que nos ganara al ajedrez; ahora es que quiera ganarnos haciendo trampas y, si pierde, que nos tire el tablero a la cara. Qué cosas.
El terma de la inteligencia emocional vino para quedarse y, aunque haya partes que no sean puramente científicas y haya sido posteriormente superadas en su teoría, es bien cierto que son ‘cargantes’ y sirven de excusa para muchas cosas. Por otra parte, tienen un lado positivo interesante ya que hay muchísimos ciudadanos que, en sus relaciones interpersonales y profesionales, por ejemplo, carecen, por deformación en su educación o ignorancia o falta de capacidad, de dicho concepto. Como el típico cliché del genio freak.
Me parece que los defensores de la inteligencia emocional son los que andan escasos de la inteligencia «de toda la vida»