El español tiene fama de pícaro desde tiempos inmemoriales. El maestro Valle-Inclán supo retratarlo como nadie en obras como Divinas palabras o Luces de bohemia. Durante la pandemia del Covid-19 no iba a ser menos. Se podría hacer un estudio sociológico de la disparidad del uso de las mascarillas en los cinco días que llevamos bajo la obligatoriedad de su utilización
El calor, las contradicciones de las distintas Administraciones, la relajación, esa creencia falsa de que el virus muere a 40 grados (se inactiva a partir de 55 grados)… No se sabe bien por qué, pero el espíritu de la picaresca ha sufrido un rebrote en la sociedad española (y andaluza, que es la que más conozco) con este coronavirus.
Los agentes del orden han puesto cientos de miles de multas a la población por distintos motivos que atentaban contra la salud pública durante el confinamiento estricto: salir a correr por la playa; barbacoas en azoteas; bares que querían extralimitar su servicio de comida a domicilio; personas que se daban un garbeo en el coche con la excusa de echar gasolina…
Ahora le toca el turno a la estrella de esta pandemia: las mascarillas y sucedáneos (pantallas protectoras, pañuelos de franela, trozos de tela de antiguos pantalones vaqueros, máscaras de buceo del Decathlon, mascarillas de TNT caseras con estampado militar, con la bandera de España o con el dibujo de algún superhéroe…).
Llevamos cinco días de obligatoriedad en su uso en espacios cerrados salvo para personas con insuficiencia respiratoria, discapacitados, deportistas y menores de 6 años. Bien. El problema viene cuando un anciano que respira perfectamente y está en sus cabales se presenta en una farmacia sin mascarilla. Ha pasado. Y el farmacéutico le ha dejado entrar. Otro conflicto sobreviene cuando un chaval de 15 años en plenitud de facultades entra en un establecimiento sin la protección. También lo he vivido.
Claro que, si el dependiente que le atiende tiene la mascarilla por debajo de la nariz, poca fuerza moral tiene para echarlo de su tienda. Y yo, mientras, pasando una calor inenarrable con la protección KN95 cubriéndome todo el rostro. ¿Surrealismo? ¿Picaresca? Más bien poca vergüenza.
Veo con preocupación cómo los dueños de los comercios dejan pasar impunemente a personas sin mascarilla al interior de sus negocios. Y, lo más grave, dependientes que quieren bordear la ley con la mascarilla puesta, pero por debajo de la nariz. Eso debe acabarse. Aunque solo sea por el respeto que merecen los clientes que sí se acuerdan de coger la protección y el bote de gel hidroalcohólico antes de salir de casa. Ya no hay excusa, porque hay excedente de todo y a precios muy asequibles: una cadena de centros comerciales de origen francés vende paquetes de 10 mascarillas higiénicas a 8,99 euros y otra valenciana, a 6 euros.
Además de los espacios cerrados, la nueva normativa de la nueva realidad de la nueva sociedad del novísimo mundo (mejor decir antigua realidad, porque ya hemos vivido varias pandemias en siglos pasados) del coronasurrealismo dictamina que también hay que llevar la mascarilla «en espacios abiertos siempre que no se pueda garantizar la distancia de seguridad». ¿Eso cómo se come? ¿Puedo pasear por una vía multimodal que me permite la distancia de otros caminantes sin la protección?
Esto es confuso, porque el Gobierno bicéfalo de Sanchez e Iglesias no puntualiza dónde acaba el paseo y dónde empieza la marcha. Yo siempre he caminado rápido (ahora menos, porque estoy más grueso), al estilo Rajoy. ¿Por qué eso no se considera deporte, si además hay gente que anda hasta 20 kilómetros de una tacada, y la salida en bicicleta sí?
¿Y cómo puedo saber si de repente, en mi actividad senderista que (según el decreto) no es deporte, me voy a encontrar con el típico grupo de 10 adolescentes sin mascarilla que no guarda la distancia ni entre ellos mismos? Por eso hay que llevarla siempre, aunque sea en el bolsillo metida en una bolsa de papel o de zip. Por si acaso.
Pandillas viviendo al límite
Ya la policía está empezando a sancionar (las multas pueden tener un importe de entre 600 y 30.000 euros) a estas pandillas que no se enteran de que, si quieren acercarse unos a otros, deben ponerse la mascarilla bien, nada de por debajo de las fosas nasales o directamente hecha un gurruño en la barbilla. Y, si desean ingerir una bebida energética, hay que dar dos pasos atrás antes de bajarse la mascarilla. Cabe recordar que más de 14.000 jóvenes menores de 29 años han sido infectados por coronavirus en España, más de 2.000 jóvenes han sido ingresados y 29 de ellos han fallecido.
La orden-lío de las mascarillas que ha redactado el errático Gobierno llamado de izquierdas de nuestro país (no olvidemos tampoco la lamentable gestión del Ejecutivo andaluz, que sigue contando en su nómina con tantos consejeros avestruces) es el colofón a una serie de catastróficas desdichas con ese clímax circense de desdecirse varias veces sobre la idoneidad de las FFP2. «Son las que más protegen«, dijo Fernando Gargamel Simón, para luego sentenciar: «Las más idóneas son las quirúrgicas». Díganme que no estoy dentro de una película de Peter Greenaway, por favor.
En ausencia del malogrado Miliki, su hijo, Emilio Aragón Milikito, debería componer una canción a esta gestión gubernamental que se está convirtiendo en una pesadilla. No me libro del NODO de Fernando Simón, de María Jesús Montero y de Elías Bendodo (y de su censura a algunos medios de comunicación). No me extraña que mi hija prefiera ver La patrulla canina. Entre perros anda el juego.
Encima, el Ministerio de Sanidad ha rectificado este lunes la cifra histórica de fallecimientos por Covid-19 y la ha rebajado en 1.918 fallecidos en toda España, de modo que el nuevo dato oficial es que hasta la fecha han muerto en España 26.834 personas con coronavirus, cuando hasta este domingo eran 28.572. También ha reducido el número total de contagios en 372, de los 235.772 del domingo a los 235.400 de los que informa este lunes. Lo dicho: un auténtico cúmulo de despropósitos.
Vivimos un momento crucial para que la balanza se decante definitivamente hacia la victoria contra el enemigo invisible. Seamos razonables y, allí donde el Gobierno deja las normas a la libre interpretación de cada coyuntura, utilicemos la casuística y el sentido común.
Si, egoístamente, hemos cumplido el confinamiento con notable alto para salvarnos nosotros y a los nuestros, ahora toca incrustar en nuestro día a día la flamante (y molesta) costumbre de ir con mascarilla, aunque en lugares como Sevilla, Córdoba, Jaén o Granada sea un calvario a ciertas horas del día.
El problema de la educación
El calor… Ahora empieza otro confinamiento que dura hasta las nueve de la noche por las altas temperaturas en muchos pueblos y ciudades de Andalucía. Y los niños siguen siendo la población que más sufre esta situación antisocial provocada por la falta de previsión de los gobiernos central y autonómico.
En general, maestros y profesores de Educación Primaria y Secundaria están trabajando con esfuerzo y dedicación para atender a sus alumnos, dando incluso clases on line. El problema reside, sobre todo, en Infantil, donde hay maestros que no se han conectado ni una sola vez en cerca de 80 días para hacer una videollamada y darle cariño a sus pequeños de entre 3 y 6 años, que no saben leer un correo electrónico. Una vez a la semana habría bastado para que esos estudiantes menudos sintieran cerca a sus maestros, con los que tienen que pasar 3 años de su vida.
«Este mundo se va a ir al carajo, Paquito. Los corruptos nunca se cansan de trincar»
Enrique Bernabé Platero, maestro de Primaria
Pícaros por doquier. Max Estrella con mascarilla. El esperpento hecho carne, personificado en bustos parlantes que se insultan mutuamente para eludir responsabilidades. Lamentablemente, no hemos avanzado nada en cinco siglos. El lazarillo de Tormes sigue suelto por el Congreso de los Diputados, por el Ayuntamiento de San Juan de Aznalfarache y por el Palacio de San Telmo.
Tuve un maestro llamado don Enrique Bernabé Platero, en el Colegio Juan Luis Vives de Huelva. Aprendí mucho de sus enseñanzas de Sociedad e Inglés, pero también de los ratos que echábamos fuera de clase hablando de la vida. Hace 30 años, él me decía: «Este mundo se va a ir al carajo, Paquito. Los corruptos nunca se cansan de trincar«. Yo me reía por la vehemencia de sus palabras y porque todavía tenía la ilusión del adolescente, la esperanza intacta. Tampoco sabía de política como para discutirle aquella sentencia. Ahora que sí tengo más bagaje cultural y periodístico, esa frase que se quedó grabada en mi cabeza sigue dejándome desarmado. Tenía usted razón, don Enrique.
Lo que tiene que acabarse son los policías de balcón que dicen al resto del mundo lo que tiene que hacer. Si tienes miedo de contagiarte te pones mascarilla tu, no se la obligas a poner al resto. (Te imaginas que el vecino vigilase si te pones el cinturón de seguridad al subirte al coche para denunciarte si no lo haces?)
No hace falta preguntar a toda esa policía balconera cuántas collejas se llevaron en el colegio por chivatillos.
A ver, ya sabemos que la mascarilla quirúrgica es para no contagiar en caso de que lo tengas, si yo me pongo la mascarilla quirúrgica (que es la que nos aconsejan) te protejo a tí, pero si tú no la llevas me puedes contagiar a mí, lo ideal es que nos las pongamos todos.
Eso o ponerte dos, una por el lado de color para el exterior y otra al revés para protegerme yo. O eso o me la pongo al revés, con el color para adentro y sólo me protejo yo.
Con que ligereza habla y maneja la literatura a su gusto, comparto la idea de la responsabilidad del uso de la mascarilla, pero como siempre se delega esa necesidad en el gobierno, aprovechando para ponerlo de escudo ante la responsabilidad individual, somos una sociedad egoísta pero democrática. Todos vemos a los culpables reflejados en los demás,jamás en uno mismo. El mismo egoísmo que refleja Valle-Inclán en sus Luces de Bohemia… ojalá la población leyera más.
Buenísimo el articulo. Reciba un cordial saludo.