Todos los veranos, en diferentes puntos del planeta, la tierra llora fuego, escupe cenizas y las lágrimas derramadas por los que nos sentimos Tierra no son suficientes para apagar un fuego como el que recientemente nos ha asfixiado en Sierra Bermeja y el Valle del Genal
La lluvia in extremis ganó al final el pulso a la mano incendiaria después de varios días y noches donde el alma se nos escapaba por la boca a todos los vecinos que, desde más lejos o más cerca, veíamos y olíamos la catástrofe.
Casi siempre que un término se pone de moda, envuelve consigo una frivolidad que anestesia y aligera la crudeza real. Eso ha pasado con «incendio de sexta generación», pronunciado repetidas veces, se ha convertido en una expresión que libera de responsabilidad a quienes tienen que tomar decisiones para evitar que esto se repita.
Destructivo, errático, incontrolable… Son términos que transparentan una autoridad de «cuarta o quinta generación», es decir, desacorde con la realidad actual de la naturaleza y el medio ambiente, y que evidencia una suelta de responsabilidad flagrante.
En estos días han trascendido informaciones sobre: desigual reparto de fondos necesarios para la prevención, falta de agilidad y errores en el desarrollo del plan de extinción, freno a planes de protección de suelos, y, más recientemente, futuros proyectos para la zona que son de todo, menos regenerativos.
Más allá del dolor humano, de los vecinos desolados y de la naturaleza rota, hay que tomar conciencia de que la única que puede remediar algo de esto de cara al futuro es la ley. Y esa, precisamente, es la que viene siendo esquiva.
Desde finales de los 70, se han dado más de 600.000 incendios en nuestro país, sumando casi 8 millones de hectáreas de cenizas tras su paso. Más de la mitad de los mismos, inflamados por la mano humana, bien con intención o bien por negligencia.
El círculo del fuego se mueve dando vueltas sobre sí mismo: tras un incendio, el área asolada se despuebla, la gente se va, se deja de cultivar y de sanear, otras especies toman la zona, se acumula combustible (la no recogida de leña, por ejemplo) y, ante un nuevo incendio, la virulencia es mayor.
Esto hace que sea de suma importancia dejar en manos expertas una nueva gestión forestal, más adaptada a los tiempos que corren y a los cambios climáticos y sociales. Una gestión más protectora, con medidas de desarrollo y recuperación de la zona, en lugar de reaprovechar la superficie destruida imponiendo planes energéticos agresivos o macrourbanizaciones que pasarán por encima del pulmón verde, siempre en nombre del progreso.
La catalogación de Parque Nacional, incluyendo a Sierra Bermeja, no evitará que mañana vuelva otra mano a encender la llama, pero sí hará que, antes de que llegue esa mano, se planifique, se doten recursos y se actualicen los planes de prevención, para no tener que volver a suplicar a la lluvia que venga a salvarnos.
Por esta vez, infinitas gracias, bendita lluvia.
Muy buen artículo Maru. felicidades.
Me encanta el comentario de tu parte, señor escritor!
Yo creo que estamos viviendo en una sociedad loca y la locura no hay quien la detenga. Tendremos que pasar esta generación y las siguientes, (si es que llegamos) para ver si las siguientes son más civilizadas.
Yo creo que el pirómano es un enfermo mental.¿A quién se le ocurre quemar las plantas? Eso no se le ocurre a nadie. Pero el caso es que sucede y cada vez con más frecuencia. Yo creo que el abordamiento de este problema tendría que ser a nivel sociológico o de salud mental. Tú puedes frenar que alguien no entre en un banco a robar,¿Pero como puedes controlar que no tiren una cerilla en el campo?
Puedes hacerlo?
Ángeles, nuestra sociedad tiene un serio problema, desde hace bastante tiempo y es educacional. Hemos ido perdiendo el norte, los valores y el rumbo. Todo se le achaca a los políticos, pero como escuché hace poco: los políticos son sólo el reflejo de la sociedad que gobiernan.
Y así estamos, tirados «al desprogreso»…