Tengo que avisar que no sé por qué estoy escribiendo este texto. Lo único claro en este momento es que me duele el estómago
Mis manos frías intentan entrar en calor al contacto con las teclas. A veces, la palma de una de ellas tapa mi ombligo, y arde como un volcán, al sentir cómo mis tripas se retuercen en un caldero interno, que no se ve, pero que enciende mis ojos. Las siguientes frases que nos encontraremos sólo serán un ejercicio práctico de cómo escribir con esas tripas entre mis dedos. Mi estómago es una lavadora de malas decisiones. No tenía que haber merendado con esa persona y menos haber pedido un café con leche en esa cadena de cafeterías con nombre de otra parte de mi cuerpo que, aunque parezca extraño, ahora mismo no me duele. Y eso que uno a veces sale a correr. No quiero dar más pistas. Tampoco de atletismo. Las obviedades solo gustan a los malos escritores y a las personas que hacen uso de rodilleras para cumplir sus objetivos.
La reiteración sí que puede que sea uno de mis defectos. Los lácteos a partir de la tarde no me sientan muy bien. Puede que, por ello, mi elección para cenar esta noche haya sido cortar una cuña de queso en varias porciones para acompañar a unos picos que me regaló una amiga hace pocos días. Esta amiga puede que tenga muy mala leche, pues coincide que es la misma persona con la que he merendado esta tarde. Pero, si soy sincero, ambas decisiones las tomé yo sin que ella interviniera para nada. Puede que me interese pensar que el dolor siempre es culpa de los demás. Una excusa que ya que no alivia el dolor me hace pensar que no soy el peor enemigo de mí mismo. Pero sé que lo soy y que utilizo a esa amiga como cómplice de los delitos que no me atrevo a cometer solo. Puede que eso sea realmente lo que me duela, que ella sea únicamente un personaje secundario e involuntario de mis dolores y no la protagonista principal de que los sufra.
El dolor, a veces, es cobarde
El dolor, a veces, es cobarde. El mío muestra mis debilidades internas de manera física. Si tuviera psicóloga estoy convencido de que lo primero que me pediría es que no llevara mi cuerpo a la consulta. Lo que no se ve es lo que ocupa más espacio. Mi mente flotaría sobre esa nada gaseosa, formando una nubosidad variable. Ojalá esta lluvia mental ahogara el dolor físico. Que de mis tripas secas surgieran plantas pertenecientes a la selva amazónica. Pero solo un desierto rodea a mi ombligo mientras se oye a lo lejos la única realidad líquida y musical del Juan Luis Guerra más cafetero.
Escribir no me está ayudando a paliar el dolor, pero sí a modificarlo. Ahora se ha extendido a esta página de Word, que no se ha manchado de vino como las notas que dejó por escrito en uno de sus libros Bukowski. Son manchas invisibles, frases anestesiantes, negras, líquidas, como la tinta permanente, no hay vuelta atrás en El juego del calamar, como el petróleo tatuado que dejan los renglones torcidos por el dios escritor.
Hay otra cosa clara en este momento. Mi realidad por escrito también está enferma, pues deja a la luz la oscuridad de sus intenciones. Lo que queda cristalino es que escribir es una de las enfermedades más sanas. Mis ideas se digieren con facilidad cuando las veo plasmadas en esta pantalla que solo me devuelve lo que mi estómago no es capaz de sacar. En el sinsentido de mi cabeza todo va cogiendo orden, mientras en mi estómago, la realidad se va amargando como los malos cafés tomados a media tarde. Me acabo de dar cuenta de que mi acompañante de dolores hoy pidió agua embotellada. La anterior vez que nos vimos, le dije que le cerraba el grifo. De esa agua estancada sólo bebía ella.
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