Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, hubo un renacer religioso en Occidente que se acompañó de una alta tasa de natalidad, un marcado crecimiento económico y de las clases medias que podían comprarse una vivienda, un coche, veranear y educar a sus hijos
Nos acostumbramos a que se vivía mejor que nunca antes y había un proyecto de familia y de sociedad. Se defendía el respeto, la entrega, la meritocracia, la responsabilidad, la disciplina, el esfuerzo, la ética del trabajo bien hecho y la honestidad en general, principios y valores cristianos que vertebraban un objetivo común. Era la fase religiosa activa de Occidente.
En la década de los 60, con la revolución sexual angloamericana y el Mayo del 68 francés, muy influenciados por autores existencialistas y por la Escuela de Frankfurt inspirada en Marx, Freud y Hegel, marcaron el camino para que la sociedad entrara en la fase zombi de la religión: se perdieron disciplina y valores y se pensaba que el hombre sería más grande y más libre al desprenderse de las obligaciones colectivas y de las ataduras religiosas. Pero no fue así. Todos aquellos movimientos hippies terminaban en baja o nula productividad, drogas, suicidios y familias desestructuradas, aunque también se produjo alguna música atractiva e interesante.
En la última década del siglo XX, entramos en el estadio o fase cero de la religión, donde ya Dios no cuenta. Eso nos lleva al relativismo y al nihilismo, algo que no es nuevo (La Revolution du Nihílisme, 1939, de Hermann Rausching) y que niega la verdad y la objetividad, por lo que establece un culto a la mentira, prohíbe la descripción razonable del mundo, creando un sistema donde predominan los sentimientos sobre la realidad y da lugar a una ausencia de valores. También excluye una interpretación racional de la historia y, en su conjunto, impide alcanzar soluciones válidas a los problemas reales actuales. Un ejemplo claro del nihilismo que nos rodea es la política trans, sobre la que no voy a hablar.
La educación, por los suelos
Si nos fijamos en la situación de la sociedad occidental actual, es cierto que en el campo tecnológico (teléfonos móviles, televisiones, aviones, etc.) hemos progresado mucho, pero ¿tienen los jóvenes actuales mejores perspectivas que los que nacieron en aquel baby boom de la posguerra? ¿Son más felices?
La educación escolar se ha degradado: muchos años en las aulas, pero menos conocimientos; la comprensión lectora por los suelos; se desprecia el esfuerzo; se pasa de curso sin aprobar (El suicidio de occidente, 2024, de Alicia Delibes); se prescinde de controles externos del tipo de los antiguos exámenes de Estado, Ingreso, Reválidas y Preu. Hasta un 32% de menores de 15 años afirman ser víctimas de maltrato por parte de sus compañeros en los centros escolares, cifra que me parece escandalosamente alta. Además, el bullying ha llevado ya en nuestro país a decenas de jóvenes al suicidio.
La lacra del suicidio
Los suicidios en general han pasado de 1.652 en 1980 a 4.227 en 2023. Por cada mujer suicidada, se suicidan unos tres varones, lo que coincide con el hecho de que la proporción de varones ateos o agnósticos es tres veces mayor que el de mujeres. La depresión y la ansiedad aumentaron un 86,6% sólo entre el 2017 y el 2022, según el Instituto Catalán de la Salud.
Si nos fijamos en el tema de las drogas, la Fundación Proyecto Hombre publica que el consumo de drogas era testimonial hasta la década de los 70 del pasado siglo. En 2017, el 11% de la población consume cannabis de forma regular, el 2,2% cocaína y éxtasis el 0,6%, pero lo más grave es que empiezan a edades muy tempranas, entre estudiantes de 14-18 años, el 27,5% han consumido porros, el 2,4% cocaína y el 1,9% éxtasis.
En el ámbito económico, la deslocalización ha destruido mucha industria en Occidente, lo que da lugar a menos puestos de trabajo, desaparición de clases medias y al final, destrucción de vidas. Están aumentando las desigualdades, se complica el acceso a empleos estables y a la vivienda, por lo que muchos jóvenes no pueden independizarse ni organizar un proyecto de vida. Es cierto que la deslocalización ha mejorado la vida en otros países y mantiene mejores precios para el consumidor, pero hay que hacerlo mejor, con más moral y ética, no llevando a capas sociales occidentales a la exclusión, estrés, depresión, drogas y o suicidio.
Mercado y ética
El mercado también debe tener una ética moral. Si sólo hay resultados y codicia, se destruye la sociedad. Tampoco podemos depender de terceros para productos básicos. Lo vimos con la pandemia y nuestra dependencia de otros para conseguir algo tan simple como las mascarillas, aunque sea sólo por pura supervivencia.
Un Estado endeudado de forma continuada y un balance comercial deficitario de forma indefinida tiene un futuro que lleva al desastre. Nuestra deuda pública en 2023 era ya de 1.573.754 millones de euros y sigue creciendo. No es ético gastar lo que han de pagar nuestros nietos. Para colmo, la baja natalidad está produciendo en Occidente una población envejecida, con una edad media en Alemania, en la actualidad, de 46 años. Hay un hecho irrefutable con relación al progreso, los viejos no suelen ser aventureros ni emprendedores.
La tasa de natalidad en España fue de 1,16 niños por mujer en 2022, es decir, nos estamos extinguiendo. Si miramos el divorcio, según artículos periodísticos de este mismo año, algo más del 50% de los matrimonios se terminan separando, con los daños colaterales que producen en hijos y en el cónyuge que no desea la separación. Los divorcios, separaciones y nulidades llegaron a un máximo del 88,6% en 2020. La pandemia frenó algo esa tendencia destructiva para la familia.
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