En la historia hemos visto persecuciones, y ya Sócrates dijo que se degrada más el que comete injusticia que el que la sufre; es decir, los verdugos se toman el veneno que quieren para sus víctimas. Naturalmente, esto supone una esperanza en que esta vida es un paso para otra mejor, una escuela de almas y al alma no le puede hacer daño nadie, y de ahí que el martirio o resistencia hasta la muerte es una opción vencedora: «Ellos le han vencido (al demonio) por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio y menospreciaron su vida hasta morir» (Apoc 10,11). Y de ahí que muchos al sufrir por el Evangelio están llenos de coraje: «Ellos se fueron contentos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hech 5, 41, cfr. 4,19-27)
Esta luz para actuar no supone inactividad social, sino que es la semilla que permite que se transforme toda la sociedad, como vimos en la historia cuando aparece la sociedad cristiana sustituyendo al Imperio Romano. Cada uno está llamado a ser sal que dé sabor a todo y a todos (Mt 5,16), levadura que vivifique toda la masa del tejido social (Mt 13,33), pero hemos visto también que no se consigue en plenitud, que siempre hay errores en la sociedad, que está todo por hacer, aunque se haya avanzado en muchas cosas. La petición de Jesús de «ir hasta el fin del mundo» (Mt 28,19) está siempre por hacer, es una utopía que en esta tierra –escuela de almas- no se conseguirá por entero, porque siempre habrá trabajo en esta educación para la paz y el amor (Cfr. 2 Cor 4,1-3; Fil 1,19-26; 2 Tim 1,7-14, etc.). Por eso, esa búsqueda de la paz que propone Jesús será una dinámica siempre abierta y viva, y los dichos, parábolas y actitudes del Maestro serán siempre guía para un “orden establecido” que beneficia a unos en detrimento de otros, en definitiva que siempre el egoísmo personal y social (con sus “estructuras de pecado”) estarán perturbando esa búsqueda de paz.
San Justino (siglo II) muestra esta no violencia: «No solamente no hacemos la guerra a nuestros enemigos, sino que morimos alegremente confesando a Jesucristo«. San Ireneo (siglo II) dice: «Los cristianos ya no saben luchar, sino que, abofeteados, ofrecen la otra mejilla». Tertuliano (siglo III) sufrió persecución, y recomienda no la venganza sino el sufrimiento paciente, y señala que las palabras que hemos visto más arriba de Jesús a Pedro en el Huerto son para todos: «Cristo, al desarmar a Pedro, desarmó a todos los cristianos» (de hecho, muchos soldados y oficiales del ejército se declararon “objetores de conciencia” al convertirse a la fe cristiana).
San Juan Crisóstomo (siglo IV) señala: «Mi costumbre es padecer persecución y no perseguir; ser oprimido y no oprimir«. Por eso se iban de la milicia, porque en ciertas profesiones es difícil vivir lo que se sentían obligados: «Deben esforzarse para no hacer nada malo contra Dios, lo cual es muy difícil en la vida militar». Pero cuando se convierte el Emperador Constantino a la fe cristiana, vemos que no deja de haber guerras.
No vamos a entrar aquí en si hay guerras justas, pues recuerdo que, cuando la invasión de Kosovo, Juan Pablo II hizo un llamamiento a una «intervención quirúrgica» internacional para evitar que aquel pueblo fuera masacrado por los invasores, la llamó «injerencia humanitaria». Muchas veces se aplica a la guerra la fórmula del mal menor: intentar que, si no hay otro remedio, pueda aplicarse, siempre que con ello la situación no empeore. Las guerras mundiales han puesto en evidencia, como todas las guerras anteriores, los desastres que conllevan. Juan XXIII, que era un hombre de paz, escribió: «En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (GS,127). Las guerras son malas siempre, y cuando empieza es que la razón ha perdido. Al igual que en las discusiones entre personas: cuando dos personas discuten, la razón ha perdido.
La educación es una prioridad
Volviendo a la idea principal, para evitar las guerras y conflictos sociales la educación es la prioridad, pues allí se educa en la paz interior, y esa interioridad es la que permite, como en el iceberg, que aflore la paz en la acción exterior. La solución para los conflictos es la educación para la paz, que sea una educación real, transformativa, que al fomentar buenos sentimientos y comunión entre los corazones -concordia- la sociedad repugne a un gobierno que quiera una guerra, y lo cambie para que los gobiernos promuevan la paz. Juan Pablo II dijo bien claro que «la guerra es una aventura sin retorno». Y dijo también que las “armas” que hay que usar -mejor dicho las “herramientas”- son esa educación para la paz, pues así «con la razón, con la paciencia y con el respeto a los derechos inalienables de los pueblos y de las gentes, es posible descubrir y recorrer los caminos del entendimiento y de la paz».
Por tanto, la proyección social de la paz han de ir de la mano de la justicia y el amor: «La paz como obra y consecuencia de la justicia» y «la paz como fruto del amor el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (dice el Concilio Vaticano, GS,78). La atención internacional deberá fijarse no en el lucro o hacer guerras que fomenten la industria del armamento y otras formas de egoísmo, sino únicamente en defender la dignidad de los pueblos que pueden ser oprimidos por otros.
Así lo expresa el canon XV de la Tradición Apostólica de Hipólito: «El soldado subalterno no mate a nadie. Si recibe la orden de matar, no la cumpla y tampoco preste juramento… El que tenga el poder de la espada o el magistrado de la ciudad… abandonarán sus oficios. El catecúmeno o fiel, que quieran ser soldados, sean rechazados porque han despreciado a Dios».
San Agustín decía que «la guerra y la conquista son una triste necesidad a los ojos de los hombres buenos y felicidad para los malos; sin embargo, aún sería peor si los malhechores dominasen a los hombres justos«.
Ante la situación actual de egoísmo y violencia, es necesario para alcanzar la PAZ educación y más educación.