Ayer, paseando por Granada, entré con mi mujer a tomar una cerveza en La Cueva, junto a la Plaza de la Audiencia. El establecimiento es amplio y normalmente estaba lleno de gente antes de la pandemia. En ese momento y durante el tiempo que alli estuvimos, fuimos los únicos clientes. Al comentarle al camarero lo triste de la situación, nos dijo que era su último día de trabajo: hoy entraba en un ERTE
De vuelta a casa, cogimos por la calle Reyes Católicos, entre Zara y la esquina que ya está en Puerta Real (para quien no conozca Granada, estamos hablando del Centro con mayúsculas, de las mejores zonas comerciales de la ciudad hasta ahora). Lo deprimente es que todos los locales comerciales allí ubicados están cerrados, vacíos, polvorientos y con letreros de se venden o alquilan. Tristeza y pena de ver así a esta ciudad.
Ante esta situación, me encuentro en las noticias que, al parecer, la mayor preocupación para nuestra ministra de Igualdad es que el color rosa oprime y deprime a nuestras niñas y, en esa prioridad, gasta decenas de miles de euros.
Me quedo perplejo, porque nunca le había prestado un segundo de atención a ese tema. Quizás sea raro y varón y por lo tanto carezca de esa sensibilidad. He hecho una pequeña encuesta a mi mujer, hijas, amigas y vecinas y nadie ha tenido ese problema ni esa preocupación jamás.
Las tonterías de la ministra
¿Alguien ha escuchado en la calle un clamor popular para solventar el gran problema del rosa en las niñas? ¿Sabe esa señora ministra lo que es la libertad? Es algo tan sencillo en este tema como que deje a los padres que escojan el color que quieran para sus hijos.
Por favor, señora ministra, si quiere justificar su sueldo y ser útil a la sociedad, priorice sus actuaciones y céntrese en lo que de verdad preocupa al pueblo.
La estupidez humana puede no tener límites pero cuando es ejercida por un responsable político que a su vez es nuestro representante, entonces se convierte en infinita.