Ser joven es ir contra tu época, tus padres, tu novia, todo aquel que te quita la razón y, lo más importante, contra el monedero. Ser joven es hacer la fiesta de la destrucción, deporte único, barra libre, años locos para siempre. Solo este fin de semana, 227 fiestas ilegales en Madrid, a 150 por provincia, capitales donde ser joven es meterse en el armario o debajo del colchón cuando toca a la puerta ‘la madera’. ¿Quién es? / ¡Está equivocado, eh! / ¡Abra, coño, que somos la policía!/ ¡Pitufos, no, ‘sorry’!
Ser mayor es ir a beber a los aeropuertos, como iba Fernando Fernán- Gomez y los cómicos de última hora del teatro, porque el bar nunca cerraba y, entre bostezos letales y muchas ganas de abrirse e ir a planchar la oreja, aparecían una fila de suecas, con las tetas muy grandes, la melena muy rubia y la mejor sonrisa de todos los querubines del cielo. Ahora llegan de Francia, en el Adolfo Suárez (antes Barajas) y todos los medios nacionales e internacionales hablan del turismo de la Covid-19, porque en un aeropuerto uno está más vivo que en cualquier otra parte, lugares de muda sin miedo.
Ser pobre es tener mucho miedo a romper las cosas, porque no pueden enfadarse como los ricos, el placer de romper un plato o dejar caer de la mesa dos jarrones chinos. Ser pobre es darle al Rivotril, la droga de los pobres, con alas de adelgazante y nariz de pegamento. Vuelve el Rivotril, por menos de cinco euros el colocón, intentos de suicidio y alucinaciones graves como otro pasodoble nacional. La mordaza sobre los ojos hace a la vista empezar a cotizar males para volverse ciego hasta el culo. Los pobres, con Rivotril, están más locos, pocos se dan cuenta, esta plaga nos va ahogando sin prisa.
La destrucción es el deporte, así nos han visto durante muchos años las mejores especies animales y vegetales del planeta, seres que solo saben destruir, hambre voraz por el hábitat, y se cumplió el darwinismo selectivo de todos los libros: cuando una especie se reproduce más allá de lo que consiente su medio, llega la extinción. Así pasó con los primeros saurios, no tuvieron enemigos: tanto follar y traer más saurios los mató a todos. Esta otra extinción, por vía pulmonar, solo puede ser un aprendizaje. De lo contrario, si nada aprendemos, mal vamos. Y el mensaje no puede ser el teletrabajo, conste.
¿Cuál es el plan, lector?
¿Cuál es el plan, lector? Rivotril, escondite bajo el colchón o dentro del armario, porque llega la bofia o aeropuerto internacional, Madrid de los madriles, con matasuegras, chanclas, bermudas y medio litro de ron Cacique. Mientras unos mueren, otros se divierten, no cambia la brújula de los vientos, no cambia. También en Auschwitz y Mauthausen se enamoraron, dijo el poeta. La vida por delante. No, lectores, buenos amigos, lo que va por delante es el egoísmo. Aquí solo cuenta una pregunta inmediata frente a las colas del hambre: ¿y tú qué coño estás dispuesto a hacer por los demás? Cuando me lo cuentes, a doble espacio, me quito el sombrero hongo.
El oráculo está en los ojos quietos, inmóviles, secos, del lenguado que nos mira desde los abastos urbanos, desde la destrucción del hombre por el hombre, este infierno de todos para todos, algunos con Rivotril, otros con pisito para juergas y unos últimos, más ricos, con billete internacional para emborracharse en España, porque en Francia está muy jodido. ¿La salida? Está claro: el pasaporte sanitario, los loritos del circo lo repiten, las ranas del Retiro, los monos que juegan a las tragaperras en casa y por el móvil. Claro, claro. La tarjetita que nos dice las vacunas que llevamos y si el hígado tiene o no, al escáner, forma de botella verde de Passport Scotch. ¿Y qué hacemos con esas almas blancas que embarcaban en Londres, recién vacunados, y al aterrizar en Madrid daban positivo en PCR? Lo mejor, créanme, es suprimir el clásico Ida y vuelta. Irse para no volver o al revés, sí.
¿Toman Rivotril los que andan jugando a los médicos bajo el colchón? No, hombre, qué va. Eso es para muy tirados. Eso es para sus padres. Lo suyo son buenos licores añejos, esto es: envejecidos en barrica. Porque cuando muchos suben juntos a un globo, el viaje siempre sale más barato, usted ya me entiende. Claro, claro. Mundo cruel el de nuestro presente inmediato: todos en literatura de evasión, sin conciencia real de lo que pasa, hasta que al llegar al hogar a cuatro patas vemos a nuestro abuelo con ojos de muerto. ¿Y quién ha puesto aquí este lenguado?, preguntará la acémila ebria, con ganas de sábanas limpias hasta el nuevo pasto asesino.
Informados de todo y sin enterarnos de nada. Así vivimos. Evasión. Evasión. Evasión. El final del ascensor lo conocemos al tacto: destrucción. Solo los inteligentes se detienen, hacen una limpia, borran números de teléfonos de conocidos y empiezan a hacer algo por desconocidos en apuros. No es generosidad sino evolución. Lo de fuera mejora el interior y todo son armas para sobrevivir al demonio, si se tornara. Amigos, amigos lectores: el problema no es el fin del mundo, sino llegar a ser una bestia dentro de un minuto. No es cuestión de retenerse sino de cambio y solidaridad sin ful. Gracias.
Inmejorable. Gracias.