El sábado pasado tampoco nadie me quería, y además hizo calor. Eran las cuatro de la tarde y los veinticinco grados nada primaverales me llevaron a la búsqueda de un infierno que por lo menos fuera bello. Acabé en el Parque de El Retiro y las ardillas quemaban sus pieles a las sombras de los árboles. Sus tripas abiertas olían a nueces chamuscadas y a tristeza fría. Nada protege un estómago como el deshielo que deja el apetito saciado. El resto es desolación y ojalá esta palabra hubiera significado ese día la literalidad de un día nublado, sin sol y, por lo tanto, con su efecto calmante
Pero no fue así. Las terrazas estaban llenas, como los cementerios en Ucrania. Las camareras y los camareros pensaban en Kiev para hacer de su jornada laboral algo más liviano. La guerra puede ser un lugar paradisiaco cuando el personal sólo quiere que le pongan su vino blanco o su gintonic con toda la frutería y la verdulería del mercado más cercano en su copa. Los jardines en llamas en los que se habían convertido sus distintas cabelleras explicaban sus desquiciantes y egoístas estados de ánimo.
El día siguiente se celebraba el Primero de mayo y los trabajadores en este lugar eran una inmensa minoría. Por cada veinte personas con sus bocas llenas de líquidos y sólidos indistinguibles, había un camarero que miraba al futuro del día después con la ironía propia de un domingo resacoso por exceso de heridas en el alma. Y, para ellas, no hay suficiente alcohol que las cicatrice. El agua oxigenada más cercana era la del estanque, y eso que lo normal es que si metes la mano, ésta se disuelva como si lo hiciera en ácido sulfúrico. Solo son capaces de soportar semejante líquido enfermo, los patos y peces que llevan allí desde siempre. Son animales de una resistencia mitológica, donde la realidad se solidifica al contacto con nuestra mirada.
Alguna de las camareras sabía que, entre la clientela, se mezclaban sindicalistas y grandes empresarios. Pero sin saber diferenciarlos ni por la cartera ni por las horas trabajadas de manera provechosa. Se saben enemigos, pero tienen un fin en común: que trabajen los demás. Yo miraba la escena desde un lugar un poco apartado, como he dicho al principio. Los seres humanos siguen sin quererme, así que intentaba sofocar el incendio interno de las ardillas mientras observaba la gélida realidad.
Ese domingo también se celebraba el Día de la Madre. La de la naturaleza se escondía junto a mí. Fuera de este lugar, toda la ciudad respiraba un aire de ardilla muerta. La contaminación es una nuez imposible de roer. Desde el cielo no paran de caernos cáscaras escupidas por estos animales que se vengan de nosotros desde el cielo. Solo las madres muertas viven más que los animales que también lo están. Un ejemplo perfecto es la madre de mi amigo Emilio Arnao, que también escribió para EL LIBRE. Se marchó hace pocos días eclipsando la primavera para siempre. No hay destello, brillo ni oscuridad que tenga la resistencia de la madre de un hijo que vive siempre en escritor. Insular en la geografía que le rodea, insolente en su independencia, insano para el enemigo y los malvados que tanto abundan. A mí me iba a dar una insolación como a doña Emilia Pardo Bazán, tocaya femenina del hijo del eclipse, pero saber de su amistad hizo que, durante un instante, un sombrero de nubes masajeara mi cabeza hasta conseguir apagarla.
Mi familia y yo celebramos el domingo homenajeando a mi madre. Comida familiar en casa de mis padres y realizada por ellos. La naturalidad es lo que hace especial los días. Que pareciera un día cualquiera es lo que más le gustó a ella, tan normal y cotidiano que se repitiera todos los días en un eterno día de la marmota.
Cobardía y egoísmo
El lunes llegó con su festividad tan poco habitual. Pero aquí en Madrid celebramos algo que también es bastante cotidiano, que el pueblo tenga más valor y honra que sus gobernantes. Una Historia esta que sí que se repite una y otra vez. Ayuso y Almeida tienen algo de Napoleón, de conquistadores megalómanos y estrategas maquiavélicos. Pero también lo tienen Pedro Sánchez o los partidos nacionalistas, interesados en su bienestar particular, haya los daños colaterales que sean. Pero todos estos también tienen la cobardía y el egoísmo que desde ese momento histórico definió a quién tiene el poder en España.
El pueblo solo quiere que le dejen en paz y yo solo quiero que me quiera alguien que no contara con que quiera hacerlo. Ambos somos generosos a nuestra manera y siempre más empáticos que los que tienen el poder o ansían poseerlo. El Ayuntamiento de Madrid va a darle la Medalla de Honor de la ciudad a Raúl del Pozo, el patriarca de esta cosa arquitectónicamente a la deriva que es la columna periodística de toque literario. Y uno se alegra que a veces las cosas se consigan por justicia y no por amiguismo.
Pero la semana no deja de avanzar y llevamos la mitad del camino recorrido. Mi mente sigue en El Retiro junto a las ardillas y a las camareras con capacidades visuales especiales. Por suerte hace un poco menos de calor. Mi amigo Diego Medrano me abre una puerta a la esperanza, que nunca la he perdido, pero que él me la puso en las manos con el pegamento de su confianza en lo que hago. Medrano, espíritu libre, de escritura errante puesta en cintura. Estómago agradecido y lleno de sus palabras en su tinta. El juego del calamar es una muerte segura ante el nacimiento de su siguiente frase por escrito.
El viernes volveré a ir a El Retiro, como bien sabe Peláez. Iré a leerle en la biblioteca que hay dentro del parque. Las vistas dan a un enano gigante subido a una casita que parece de cuento. La prosa de Peláez te los cuenta todos juntos en su columna insostenible. Todo lo que se derrama por exceso de precisión me cautiva.
El sábado vuelve a estar a la vuelta de la esquina. Me suben los calores del de la semana pasada. Un charco de agua nada bajo mis pies con mis partes sobrantes. La cosa parece tranquila y navegable. De momento.
Vivimos en guerra siempre.
No somos tan buenxs como deberiamos,
pero tampoco tan malxs como podríamos.
El bienestar no nos vuelve soberbixs ni frívolxs,sólo ,lo suficientemente sencillxs para no tener el valor de ser felices.
Con un poco de suerte la vida nos brinda la oportunidad de experimentar el dolor del
justx, y así, poder sentir la nostalgia de pertenecer a alguna parte, regresar al hogar, recuperar la armonía y apaciguar el alma.