En esta vida te van a venir a joder tarde o temprano. Es de las pocas cosas de las que se puede estar seguro. Puedes estar tranquilamente pensando en tus cosas cuando de repente llega alguien para intentar sacarte de ese momento idílico que siempre se encuentra fuera de la realidad. Siempre hay un estúpido que te va a querer sacar de la bella nebulosa de lo intangible. Una persona que no puede soportar que no te importe ni lo más mínimo su condición de imbécil, imposible de ocultar
Gente a la que no le gusta que escribas. No lo que escribes, sino el hecho artesanal de construir unos signos llamados letras que, unidos, forman palabras para que el todo forme una frase con un significado. Preferirían que estuviera estampando mi cabeza contra la pared o chupando las aceras secas y desérticas de este Madrid árido en la versión más mundanal del término, pero también en la más poética. El que escribe algo trama y eso está mal visto por los que prefieren mirar por los ojos antes que hacerlo por los dedos de estas manos siempre extrañas y huidizas. Son unos sosos y les deseo que nunca les falte sal para sus heridas.
Gente a la que no le gusta lo que escribes. Que buscan dictarte como hacían los profesores vagos de Lengua cuando no les apetecía dar la clase. Padres del mundo, si a vuestros hijos el profesor les hace escribir muchos dictados, están ante el primer jefe inepto de los muchos que tendrán después. Personas que intentan dirigir tus frases por una carretera por la que sólo circularía en dirección contraria. En la escritura no hay nadie que le pueda poner normas a quien está escribiendo. Si intentas hacerlo, lo más normal es que aparezcas por escrito cuando quien lo lleva a cabo está practicando el noble arte de las necrológicas.
Uno tiene una edad en la que ya sabe cuándo debe hacer caso y cuando no a los demás. Y suele ser casi nunca. Sobre todo cuando la razón es algo que sólo es por el gusto personal del otro. Que no hay en juego nada importante, nadie va a salir herido ni mucho menos con los pies por delante. Es una cuestión de ver y pensar la vida de maneras distintas.
Pero hay algunos que intentan que sea la suya la que se imponga, ya sea de manera visceral o paternalista, haciéndonos ver que estamos ciegos y que miremos en los bolsillos de su chaqueta. Una vez metamos la mano, nos encontraremos con un par de ojos muy parecidos a los nuestros, pero con la visión de esta persona cuya superioridad moral es incuestionable. Yo a veces los cojo y los agarro con fuerza, cierro mis manos para que no se escapen y poder notar lo blandito del cerebro de mi amable consejero.
La cultura de la cancelación
La fidelidad a lo que somos en esencia. Lo que nos representa desde siempre. A nada más. En esta época de la cultura de la cancelación es cuando menos miedo hay que tener a decir lo que se piensa. El límite sólo está en entrar en la libertad del otro. Lo que piensa el personal es algo que tiene una importancia relativa, pues no depende de nosotros. Cada uno quedará definido por sí solo, sin necesidad de castigarle con nuestra evidente inteligencia superior.
Con lo fácil que es dejar en paz a la gente, y más con lo insoportables que son muchos con los que compartimos la condición de humanos. Pero siempre tiene que llegar un iluminado de mirada oscura y corazón sacado de una extracción petrolífera. Chapapote cerebral. Muera la inteligencia. Viva la invasión sobre el otro. Huyamos del tirano de turno haciendo aún más las cosas que le molestan de nosotros. Ratifiquemos nuestros pensamientos, envolvámonos en ellos, esa sábana de seda silenciosa, solitaria y suave. Hay que hacer todo el tiempo lo que les quebranta. No hay valentía parecida a hacer lo que somos.
Siempre hay alguien que sabe lo que nos conviene, y qué pena que nunca coincida con lo que estamos haciendo o pensando. Seres nauseabundos que un servidor tarda en vomitar más tiempo de lo que empleo en olvidar la belleza de una mujer fría cegada por su propio sol. El deshielo siempre duele más que la quemadura. No creo que sea casual que el hospital madrileño especializado en estas cosas sea el de La Paz. A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Y a los inquisidores, cabrones, gentuza, hijos de mil putas.
Uno sigue intentando estar tranquilo, que no le afecten estos seres externos a exterminar. Mis seres internos bailan sobre mi cabeza la melodía de unos pensamientos que conocen, pues cambian con sus pasos. La libertad exige de una evolución personal. En la modificación es donde deseo pararme para siempre. Que sea el sol el que llore y las nubes las que enciendan todas las luces.
Este texto no deja de ser una declaración de intenciones ante el que vendrá seguro a joderme en un futuro. Ponerlo por escrito no hace más leve el tema ni mucho menos que desaparezca. Tampoco sirve como terapia paliativa. Uno no escribe para buscar la calma. Un servidor lo hace para defenderse del opresor y demostrarle que, si gana la batalla, no será porque uno se haya rendido.
En mi escritura exijo que esté mi esencia como ser humano. Mi verdad verdadera. Y en esta frase anterior no hay ninguna redundancia. La verdad de cuando no se escribe siempre es falsa. Eso lo sabe bien mi amigo Joaquín Campos, escritor de verdad por partida doble. Su último libro se titula Pedagogía, unos diarios donde enseña a su manera libre y poética lo que llevo yo explicando a lo largo de este artículo.
Vuelvo a mi tranquilidad hasta que alguien vuelva a querer interrumpirla. Acaricio mi barba de pocos días y, en esa suavidad levemente rasposa, la vida pasa eléctrica, acuática, aireada por una brisa que afeita las malas hierbas. Yo sigo en mi jardín, tumbado, mirando con los ojos cerrados cómo llegará una nueva tempestad.
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