Cuando nacimos, el Estado ya estaba aquí. Con sus virtudes y defectos, nos lo encontramos ya en marcha y nos lo mostraron por veces en situación de luminosa reforma, por veces inmóvil como una piedra. Su origen se pierde de nuestra vista en un paisaje de siglos donde una delgadísima línea separa la gloria del fracaso. Tierra, mar y cielo; fracaso, trabajo y gloria. Naturalezas tan dispares abocadas a ser un todo por siempre jamás
Aunque las horas pasen despacio al gris de las tardes de invierno, los años arden como hojarasca, especialmente tras salvar el Cabo de las Tormentas que supone darle la cara a los treinta. Llamémosle Cabo de Buena Esperanza, y el Sabina que le afile la hoja. Dejando atrás la exitosísima Transición consumada en el 78 y varias décadas después de navegar por el régimen de libertades que hoy nos ampara, quizás no esté de más detenernos y preguntarnos qué es el Estado en la actualidad o, mejor aún, qué queremos que sea el Estado. Para ello, asumamos que continúa teniendo sentido considerar el modelo estatal como la mejor forma de organizar una convivencia cada vez más global en los días que corren, algo que pone en duda uno de los autores con más éxito del momento a escala internacional, Yuval Noah Harari. Es curioso que este autor se haya convertido en una referencia imprescindible, con sus libros que se venden por miles y sus charlas que contabilizan en YouTube millones de visitas y, sin embargo, ningún gobierno reaccione mínimamente a las cuestiones que plantea, buena parte de ellas de carácter global (y no estatal).
Pero aceptemos la realidad: la humanidad está organizada en Estados, cada cual con sus virtudes y defectos, sus intereses y sus objetivos. En nuestro caso, ¿qué queremos que sea el Estado? ¿Qué papel le otorgamos y qué responsabilidades le pedimos?
Escuchando a nuestros representantes y a tenor de sus discursos, los políticos parecen querer hacer del Estado una tartana identitaria, una maquinaria de transformar a las personas en poco más que naipes rojos o azules, sin mayor profundidad ni dimensión. Existe un abrumador consenso en cuanto al formato de los discursos de unos y otros. Los mensajes de todas las alternativas políticas adoptan las mismas formas: consignas, ideas que apelan a una emotividad hueca, discursos vociferados con las venas marcadas, los ceños fruncidos y las miradas desbocadas. Chulería, desdén. Y todo ello previamente ensayado con ayuda de los pertinentes asesores. Entre tal festival de pasiones y anhelos, pasa desapercibida la completa ausencia de planes y propuestas concretas, no sea que se les vea el plumero.
Con distintos rostros, diferentes timbres y cambiando el perfume, el patrón de los discursos de todos los partidos es mimético: pretende recaudar el voto del espectador valiéndose de cuatro medias verdades usadas como señuelo
Con distintos rostros, diferentes timbres y cambiando el perfume, el patrón de los discursos de todos los partidos es mimético: pretende recaudar el voto del espectador valiéndose de cuatro medias verdades usadas como señuelo. Compromisos concretos, los mínimos. Y, si hay que desdecirse, se hace sin despeinarse, que ya lo decía Carmen Calvo: una cosa es Pedro Sánchez candidato y otra Pedro Sánchez presidente. Aunque las consignas varíen, la puesta en escena y el objetivo es invariablemente idéntico: alcanzar el poder para cortar el pastel presupuestario y repartírselo sin el menor aspaviento del respetable. Ay, el respetable… qué poco respeto se tiene a sí mismo.
Y, a medida que el Estado como aparato identitario gana peso, la idea de un Estado concebido y dedicado a prestar servicios y mejorar la vida de sus ciudadanos pierde enteros. Si velar por las condiciones de vida del individuo pasa por que este sea de los nuestros, como escandalosamente ocurre ya en Cataluña, entonces estamos ante un Reich con maquillaje al gusto.
Más números y más concreción
Recuerdo hace ya tiempo a Teresa Rodríguez, de Adelante Andalucía, desglosando rotulador en mano el sueldo de los diputados. Se podrá o no concordar con aquella reivindicación, pero no hay duda de que esto es otra cosa. Explicar problemas concretos con papel y lápiz es lo que deberíamos exigir a nuestros representantes. Menos voces procedentes de los cerros de Úbeda y más rotulador, más papel, más números y más concreción. Y, a ser posible, acompañados de propuestas palpables orientadas a la mejora de la vida de la ciudadanía. Frente al aparato de un Estado que se debe a sí mismo y a quien los ciudadanos rinden pleitesía, al más puro estilo medieval, cabe la posibilidad de reclamar un Estado dedicado a atender a los ciudadanos, con voluntad de servicio, empeñado en la mejora de su funcionamiento y en la optimización de sus recursos, ya sea subsanando sus déficits o combatiendo sus vicios. Pero esto pasa por controlar a nuestros representantes, algo fuera de nuestro alcance en la actualidad.
En este momento, el Estado ha reinterpretado el propósito último de su existencia, propósito que no es otro que alimentar a sus parásitos: los partidos. Por ello, cualquier mejora de nuestro sistema de gestión nacional y, por extensión, de nuestra organización como sociedad, pasa por desparasitarla, desintoxicarla de los discursos de emotividad hueca al servicio de un enfrentamiento baldío, y devolver el control de los poderes públicos al ciudadano con el objeto de recuperar una convivencia democrática que, probablemente, aún nunca existió.
«El Estado, porque todos lo necesitamos, nos necesitamos, para crecer juntos, para no dejar de recrearnos y de nacer.»
¿Dónde ha quedado puesto, colocado o sepultado nuestro Ángel Gabilondo y su bella obra: «El salto del ángel»?.
Defender «un pueblo» y «amarlo»
sin pasar por» un calvario y un@ monasterio»….
¡¡Qué dicha sería para tod@s l@s ciudadan@s libres!!
Nuestra poca o gran inteligencia no se sentiría fracasada, como tan bien nos la expone José Antonio Marina.